La gestión de Javier Milei parece no conocer grises en casi ningún aspecto. Dueño de una narrativa inflamada, el libertario ha construido su meteórica carrera política a fuerza de desterrar los matices y la concordia de su discurso. El gobierno que lidera se le parece en este aspecto, para bien y para mal. Asumió con poco poder territorial y escasa representación legislativa, pero logró instalar y ganar debates inesperados.
En el Congreso, su voluntad política se impuso gracias a una red de aliados que luego lo fueron abandonando, conforme no se cumplían las promesas que se les había hecho. El proyecto de conseguir mayorías en legislativas prestadas dio paso al intento de gobernar vía decreto y vetando leyes, pero eso también encontró un límite.
Entonces, cuando la mano parecía venir cambiada de modo creciente en el Congreso y la política económica mostraba signos de colapso -a semanas de una elección de medio término- apareció la ayuda salvadora de Donald Trump y el secretario del Tesoro, Scott Bessent, para brindar un respaldo necesario como el aire. Milei ganó las elecciones gracias a esa intervención -el propio Trump se ufanó de eso en declaraciones periodísticas- y consiguió triplicar su presencia en Diputados y el Senado. De la casi debacle a una sensación de hegemonía con pocas semanas de diferencia.
Así llegó el Gobierno a la discusión en Diputados del Presupuesto 2026 y al debate sobre Reforma Laboral en la Cámara alta. Y, de nuevo sin matices, lo que parecía una victoria segura se convirtió en una dura derrota, plagada de errores y con un costo altísimo para el oficialismo.
En el caso de la discusión del Presupuesto, el Gobierno llegó a la sesión sin tener certezas acerca de si contaba con el número para aprobar todos los capítulos; demostró que el ahorro fiscal no le importa al prometer más fondos a la Justicia, el sector energético y la Ciudad de Buenos Aires; y, a la vez, se enemistó con muchos de sus aliados.
Si existen los juegos de pinzas para lograr objetivos, las espadas políticas de LLA demostraron que también se puede generar una coreografía para cometer errores concurrentes. Por ejemplo, repartió Aportes del Tesoro Nacional por 66 mil millones de dólares, pero indignó a los gobernadores reponiendo en el articulado del Presupuesto la coparticipación que reclama la Ciudad de Buenos Aires. Buscó contentar de este modo al PRO, pero el presidente del bloque, Cristian Ritondo, terminó a los gritos amenazando con recurrir a la Justicia por el pacto que el oficialismo selló con el peronismo e Innovación Federal por los cargos vacantes en la Auditoría General de la Nación. Pactó con su bestia negra - el kirchnerismo- sin conseguir nada sustancial a cambio.
La onda expansiva fue tan grande que obligó a posponer el debate en el Senado del proyecto de Reforma Laboral. El nivel de desconcierto es tan evidente que, al mismo tiempo que Diego Santilli aseguraba que buscarán reincorporar las derogaciones de la Ley de Emergencia en Discapacidad y el Financiamiento Universitario cuando se discuta el Presupuesto en el pleno del Senado, Patricia Bullrich sostenía que hay que aprobar el texto tal como llegó de Diputados. Mientras tanto, la Casa Rosada filtraba la posibilidad de vetar su propio Presupuesto y, horas después, difundía un plan para absorber el impacto fiscal de esas leyes evitando otras erogaciones. El caos de versiones solo refleja el tamaño de la decepción.
De nuevo, sin grises se pasó de una autopercepción de hegemonía a la impotencia que genera que te tracen un límite. Lo que sucederá a partir del 26, día en el que se debatirá el Presupuesto en el Senado, está por verse y no expresa necesariamente un cambio en la tendencia política. Nos gustaría en esta columna asegurar que el límite legislativo al Gobierno estuvo puesto por la Democracia. Que las fuerzas representativas y republicanas le marcaron a Javier Milei que hay derechos que no son posibles de vulnerar, aun en épocas tan oscuras como esta.
Incluso, a la oposición y al sindicalismo seguramente les gustaría adjudicarse la derrota oficial por la movilización a Plaza de Mayo del jueves, en contra de la Reforma Laboral. Pero la realidad parece más aciaga. La derrota en Diputados, que obligó a posponer el debate por la reforma, parece más marcada por los errores de cálculo que mencionábamos que por una repentina toma de conciencia mayoritaria de la sociedad y sus dirigentes.
De hecho, la marcha convocada por las centrales obreras fue importante, pero no aplastante en su masividad. Los discursos de los triunviros de la CGT fueron efervescentes, pero no se metieron ni con las imposiciones del Fondo Monetario Internacional ni con los problemas más profundos que tiene un sistema que deriva en este presente de peligro máximo para los trabajadores. La destrucción del poder adquisitivo, el crecimiento de la informalidad, la pérdida de empleo de calidad no comenzó con Javier Milei, y ha tenido a la principal central obrera como testigo inerme de esa situación.
Recuperar nivel de representación después de haber permitido eso no parece tarea sencilla, ni siquiera frente a un gobierno que ha emprendido un proceso que beneficia a unos pocos y que solo se recupera de sus errores con ayuda del poder que lo patrocina. Con lo que sucedió en el Congreso, parece evidente que ha terminado el lapso en el que el elenco de gobierno podía descansar en que su proyecto económico lo conducía Donald Trump y el rumbo político, sus aliados de "la casta". Pero está menos a la vista qué dirigentes, incluso qué sujeto social, será el que logre representar una oposición conducente y efectiva a la aventura libertaria.