Escaparse de la rutina no siempre requiere cruzar medio país. A veces, a pocas horas de la Ciudad de Buenos Aires, aparecen sitios que parecen congelados en otra época. Son lugares donde el pasado todavía respira entre paredes derruidas, estaciones de tren desiertas y calles que ya casi no pisan los vecinos.
Muchos los llaman pueblos fantasmas, aunque la expresión puede sonar un poco exagerada. Altamirano y Villa Epecuén no están del todo muertos: siguen recibiendo visitantes que buscan una mezcla de silencio, memoria y aventura. Se trata de rincones con historias potentes, marcadas tanto por la pujanza de tiempos de esplendor como por los golpes de la desidia o la naturaleza.
Hoy, esos mismos rasgos que en su momento significaron decadencia se convirtieron en atractivo. Desde un antiguo bar de campo en Brandsen hasta un pueblo entero sumergido bajo la sal, estos destinos son ideales para quienes disfrutan de escapadas distintas, lejos de lo habitual.
Altamirano
Altamirano nació en 1865 como una parada ferroviaria en la línea que unía Constitución con Chascomús. En sus inicios llevó el nombre de Facio, pero el terrateniente Felipe Altamirano logró que adoptara su apellido tras donar tierras para su desarrollo. Como suele ocurrir en muchos pueblos de la pampa, la estación de tren fue el corazón de un crecimiento rápido: se sumaron un saladero, un almacén de ramos generales y hasta un hotel que recibía a viajeros de la zona.
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A pesar de ese impulso, la urbanización formal recién llegó en 1875. Hubo loteo de terrenos, una confitería que marcaba la vida social del lugar y una colonia ferroviaria que albergaba a los empleados. Con el tiempo, el esplendor se apagó y hoy el pueblo vive en un ritmo mucho más tranquilo.
Para los visitantes, la estación ferroviaria —conservada en muy buen estado— es parada obligatoria. También sorprenden los bares y despensas que se sostienen con un aire bien campero. Entre ellos sobresale el Bar de Lolo, con estética de cantina antigua, y El Alero, donde la cocina casera brilla en panes, dulces y choripanes servidos sin apuro. Llegar en auto es lo más práctico: desde Buenos Aires se toma la RN 210 y luego la RP 29, aunque también existe la opción del tren hasta Alejandro Korn y un servicio diésel que conecta con Chascomús.
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Villa Epecuén
Si Altamirano transmite calma, Villa Epecuén sacude con su postal casi irreal. Fundada en 1921, supo ser un balneario renombrado gracias a las aguas salinas de su lago, con propiedades comparables a las del Mar Muerto. En los años de auge, alrededor de 5.000 plazas hoteleras recibían turistas que llegaban atraídos por la fama de baños terapéuticos y un entorno natural privilegiado.
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Pero las malas decisiones en obras hidráulicas y el avance implacable del agua cambiaron todo. A mediados de los años 80, el lago subió hasta cubrir por completo las calles y viviendas. El pueblo quedó bajo el agua durante décadas, y cuando la laguna retrocedió, lo que emergió fue un paisaje devastado: casas carcomidas por la sal, árboles petrificados y estructuras a medio caer.
Hoy, esas ruinas atraen a miles de visitantes, fotógrafos y documentalistas. Recorrerlas es caminar por un escenario donde el tiempo se detuvo, con un silencio que impresiona. Muchos eligen pasar el día, pero lo más recomendable es quedarse en Carhué, a pocos kilómetros, para disfrutar con calma de los atardeceres sobre el espejo de agua y del avistaje de aves típicas de la región.
El viaje hasta allí lleva unas siete horas en auto desde Buenos Aires. Lo más común es ir por la Autopista Ricchieri, continuar por la 205 hasta Bolívar y luego enlazar con la RP 65 y la RN 33. Un recorrido largo, pero que paga con creces la experiencia de conocer un lugar único en la provincia.