La historia de Marcelito Barbagallo: el niño que murió esperando a su madre desaparecida

Isabel Domingo perdió a casi toda su familia en 48 horas. Su nieto, único sobreviviente y testigo del terror, pasó los últimos días mirando por la ventana, aguardando el regreso de su madre.

Hay historias que interpelan de tal forma que obligan a buscar más información. Así ocurrió con el caso de Marcelito Barbagallo, mencionado apenas en un párrafo del libro Valecuatro del periodista Marcelo Figueras. La mención era breve pero suficiente para encender la intriga. En internet, había apenas unos datos dispersos y plagados de imprecisiones.

La mejor opción sería consultar en la Subsecretaría de Derechos Humanos. Allí, un trabajador, en medio de una conversación por WhatsApp, escuchó la inquietud: "Busco información sobre Marcelito, un niño que durante la última dictadura presenció el secuestro de casi toda su familia y que murió a los 12 años, víctima de un paro cardíaco... o de tristeza". Prometió averiguar.

Luego contó que en la subsecretaría estaban viviendo una situación angustiante. El gobierno de Javier Milei había despedido a cientos de trabajadores, cerrado programas, congelado y subejecutado presupuestos y desmantelado espacios claves para la preservación de la memoria. “Sufrimos lo que se sufre en todas las áreas del Estado. Pero acá duele distinto, porque cuando se ajusta en Derechos Humanos, lo que se recorta es la memoria del pueblo y su búsqueda por la verdad y la justicia”, expresó.

A los pocos días, llegó un email con buenas noticias: habían encontrado la información solicitada, por lo que restaba pedir cita formal e ir a la ex Esma, donde funcionan las oficinas de la subsecretaría. Allí, entre documentos digitalizados apareció el testimonio de Isabel Domingo, la abuela de Marcelito, una mujer atravesada por guerras, exilios y pérdidas, pero también por una gigantesca voluntad de búsqueda.

La historia de Isabel Domingo y su nieto Marcelito Barbagallo

Isabel había sobrevivido a dos infiernos. El primero en una aldea cercana a Beirut, cuando la ocupación alemana arrasó con todo durante la Primera Guerra Mundial. “A mi familia, la mataron entera. Nunca he odiado a nadie pero sí odio a los alemanes. A los hombres los paraban en la plaza, bien derechos, con la cabeza alta. Después, los degollaban. A las mujeres, clavaban estacas en el suelo y las sentaban encima. Recuerdo que esas puntas salían por la boca. Los dejaban a todos durante días ahí, como de ejemplo, como una especie de escarmiento”, dejó asentado la mujer en un testimonio que dejó en la asociación Abuelas de Plaza de Mayo.

Vino al país en barco junto a un amiga. El viaje demoró meses. No sabía una sola palabra de español, sin embargo vino dispuesta a reconstruir su vida. Lavó ropa, limpió casas, cocinó para familias. Al poco tiempo conoció un hombre, se casó y se fueron a vivir a Chaco. Tuvieron dos hijas pero tras ocho años de casados, su marido la dejó por "una mocosa".

Así fue que armó sus valijas y volvió a Buenos Aires junto a sus hijas. En González Catán rehízo su vida otra vez. Trabajó mucho para que sus hijas pudieran estudiar. Ambas se convirtieron en enfermeras y trabajaron en el Hospital de Haedo. Tenían un gran compromiso social. Estaban entregadas a salvar vidas. "Curaban a todos. A los heridos que llegaban allí todos los días, porque los milicos les tiraban con ametralladoras. Ellas querían hacer el bien a los demás. Eran mi felicidad. Amaba despertarlas, tomar mates con ellas a la mañana. Acompañarlas al portón cuando se iban al trabajo. Recibirlas al volver".

Esa rutina se quebró en abril de 1976. En 48 horas, las fuerzas armadas secuestraron en dos operativos distintos a sus dos hijas, a dos nietas -una embarazada-, a un yerno y a un joven que estaba con ellos. Solo quedó Marcelito. El niño había visto cómo se llevaban a su madre. Durante el episodio fue sometido a malos tratos por parte de los milicos, que durante dos horas permanecieron en la casa saqueando todo tipo de bienes: radio, sábanas, televisor, dinero, etc.

Marcelito

Desde entonces, Marcelito comenzó a sufrir ataques que los médicos atribuían a epilepsia o problemas cardíacos. "El doctor le dio pastillas y se le fueron yendo esos ataques. Esas pastillas eran caras, pero se estaba curando. El trabajaba, podía hacer trabajos livianos. Me quería ayudar, pero yo no quería y le decía que gastará su dinero en golosinas u otras cosas. Pero él sufría, ese chico sufría muchísimo".

En su relato, la abuela contó que todas las tardes Marcelito colocaba una silla frente a la ventana y se sentaba a esperar que llegara la madre. "Me preguntaba cuándo iba a volver y yo no sabía qué decirle, porque tampoco yo sabía cuando va a volver".

Una noche, el niño estaba mirando tele en el sillón. Tenía hambre y le pidió a su abuela algo para comer. Se acostó boca abajo y dejó de responder. Ella le hablaba pero el no contestaba. Isabel se acercó y lo dio vuelta. Él hizo un gesto con la respiración y murió. En el acta de defunción consta "paro cardíaco", sin embargo para su abuela el niño murió de tristeza. Tenía solo 12 años.

"Yo no tenía plata ni para enterrarlo. Algunos vecinos me dieron unos pesos, pero yo vendí mis aros de oro. Era lo único que había traído a la Argentina. Eran unos aros gruesos, pesados, en aquellos tiempos el oro era barato. ¿Para qué quería oro, yo? Con eso lo enterré, pero no le pude poner una lápida", lamentó la mujer.

"Allí, abajo de la tierra, somos todos iguales. Todos vamos a parar allí, porque ¿Qué es la vida? Un pájaro que pasa volando. Así es la vida del pobre también, pero siempre esclavo de los ricos. Yo quedé sin nada. A todos se los llevaron los milicos. Ellos son los verdugos del pueblo, los que mataban a la gente. Quieren vivir a costas del pueblo. Son los que mandan. Siempre mandaron. A veces, mostraban los dientes, como el general Lanusse, pero bajo cuerdas también ametrallaba a la gente. Y yo me pregunto: ¿con qué derecho balean a los demás?", agregó.

Isabel nunca dejó de buscar. Denunció los secuestros ante Abuelas de Plaza de Mayo e inició la búsqueda de su biznieta, la hija de Norma Chelpa, que debió nacer entre septiembre y octubre de 1976. En su relato, entremezcla la historia de su exilio, las injusticias de su vida, y la angustia de vivir en una tierra que primero le dio un hogar y luego le arrancó todo.

La importancia de las políticas de derechos humanos

Sin la labor de los trabajadores de la subsecretaría de Derechos Humanos y de los organismos, historias como la de Marcelito Barbagallo quedarían en el olvido. "Auienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo", dijo una vez un filósofo.

Hoy las políticas de Memoria, Verdad y Justicia están bajo amenaza por el ajuste y el negacionismo. En poco más de un año y medio, el gobierno de Javier Milei consiguió lo que hasta hace poco parecía impensable: desarticular, con la velocidad de una topadora y el desdén de un revisionista, décadas de políticas de memoria, verdad y justicia.

Bajo la frase "no hay plata" y el disfraz del “ajuste inevitable”, la gestión de La Libertad Avanza despidió cientos de trabajadores, recortó presupuestos, vació organismos y desmanteló áreas enteras dedicadas a la defensa de los derechos humanos. Pero el retroceso no se quedó solo el plano administrativo, si no que fue acompañado por un discurso abiertamente reivindicacioncita de la dictadura, que incluyó visitas de diputados libertarios a genocidas en la cárcel de Ezeiza y la elaboración de proyectos para lograr su impunidad.

Según datos de ATE Capital, desde diciembre de 2023 la subsecretaría de Derechos Humano perdió más de la mitad de su personal: de 1.050 trabajadores y trabajadoras, apenas quedaron 470. La Dirección de Sitios y Espacios de Memoria, que resguarda lugares históricos y pruebas para los juicios de lesa humanidad, perdió 40 trabajadores. El Centro Cultural Haroldo Conti cerró el último día de 2024 sin aviso y despidió a dos tercios de su personal, dejando en suspenso una agenda de casi 500 actividades anuales. El Archivo Nacional de la Memoria, que guarda los documentos de la CONADEP y de causas judiciales, quedó paralizado tras 44 despidos, incluyendo a todo el equipo de conservación e investigación.

La Conadi, que investiga apropiaciones de menores durante la dictadura, redujo su equipo de identidad biológica de 18 a 6 personas. El Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado perdió más del 50% de su plantel. Se cortó la representación legal de víctimas en varias provincias. El Centro Ulloa y el área de asistencia a víctimas de violencia institucional sufrieron decenas de bajas y la interrupción de querellas. Todo esto, mientras el ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, celebra en público haber despedido “empleados militantes” y promete “terminar con los negocios de los Derechos Humanos”.

En un país que aún busca nietos y que sostiene más de 300 juicios por delitos de lesa humanidad, estos recortes no son solo números. Son la amenaza concreta de que la memoria se apague y de que historias como la de Marcelito, en lugar de ser una herida sanada por la justicia, se repitan en silencio.