A 50 años del "Asesino puntual", el serial killer más desconocido de la historia criminal argentina

Siempre los mismos días y a la misma hora, Francisco Antonio Laureana acabó con la vida de 15 mujeres y niñas en los barrios acomodados del norte bonaerense, a medidos de los años 70. Medio siglo más tarde, la historia de uno de los más brutales femicidas de nuestro país sigue envuelta en la oscuridad.

Entre los años 1974 y 1975, una serie de crímenes estremeció al norte del Gran Buenos Aires. Mujeres y niñas aparecían asesinadas con un patrón que desconcertaba a la policía y aterrorizaba a los vecinos. Los ataques ocurrían en zonas residenciales de barrios como San Isidro, Martínez y Boulogne, casi siempre los miércoles y jueves, casi siempre a las seis de la tarde.

Las víctimas eran encontradas con signos de abuso y violencia extrema, en muchos casos en los jardines de sus casas o cerca de piscinas. Aquel asesino, que actuaba con una precisión escalofriante, fue bautizado por la prensa primero como “El Sátiro de San Isidro”y, luego, como “El asesino puntual”. Su nombre era Francisco Antonio Laureana.

Nacido en Corrientes en 1954, Laureana fue definido por sus allegados como un tipo reservado, por momentos hosco, pero también como un padre amoroso y atento. Se crió en un entorno rural y religioso y, según algunas versiones, fue alumno de un seminario donde habría protagonizado un episodio violento que lo obligó a dejar su provincia.

A comienzos de los años setenta se instaló en el conurbano bonaerense, en una modesta vivienda prefabricada del barrio El Callao, en Tortuguitas. Vivía con su esposa, María Romero, y sus tres hijos, y se ganaba la vida como artesano y vendedor ambulante de collares y pulseras.

El prestigioso criminólogo Osvaldo Raffo, uno de los expertos que participó en la investigación, lo definiría en distintas entrevistas como un caso singular en la historia policial argentina: un agresor que reunía rasgos de frialdad metódica y compulsión sexual. Laureana estudiaba a sus víctimas, observaba sus rutinas y elegía con cuidado el momento de atacar.

Lo hacía casi siempre los miércoles o jueves, cuando las calles estaban tranquilas y la luz comenzaba a caer. Esa regularidad, que desconcertó a los investigadores, le valió el apodo de “puntual”. Sus víctimas eran en su mayoría mujeres jóvenes o adolescentes que descansaban en patios o jardines, o niñas que jugaban cerca de sus casas.

Embed - Caso Francisco Laureana | El Sátiro de San Isidro

Entre las víctimas más recordadas figuran las hermanas Noemí Gabriela y Nora Beatriz Álvarez, de cinco y siete años, asesinadas en Boulogne en enero de 1975. Su muerte causó una conmoción tremenda. Los cuerpos fueron encontrados dentro de su vivienda, con signos de asfixia y disparos. Las pericias indicaron también agresión sexual. Para entonces, los crímenes del "Asesino puntual" ya superaban la decena.

Paranoia en los suburbios bonaerenses

El caso generó un clima de total paranoia en los barrios residenciales de la zona norte. Los vecinos organizaban patrullas, las mujeres evitaban salir solas y la policía difundía retratos hablados del sospechoso en paradas de colectivos, plazas y estaciones.

El identikit, elaborado a partir de los testimonios de testigos, mostraba a un hombre de mediana estatura, tez morena y cabello oscuro. Sin embargo, la descripción no coincidía del todo con la fisonomía real de Laureana, lo que más tarde iba a ser motivo de controversia.

La investigación policial se destrabó tras el testimonio de una vecina que observó a un hombre merodeando por detrás de un cerco en la calle Tomkinson, en San Isidro. Lo vio observar con atención una piscina donde había mujeres y niñas tomando sol.

El 27 de febrero de 1975, una patrulla que recorría la zona se topó con un tipo que coincidía con la descripción. Cuando los agentes le pidieron su documento, el sujeto extrajo un arma y disparó. Se desató entonces una persecución que terminó en el fondo de una propiedad de la calle Esnaola, donde el fugitivo se escondió dentro un gallinero. La policía lo rodeó y, con la ayuda de una perra pastor alemán que rastreó su olor, lograron ubicarlo. Laureana fue abatido en el acto.

En su casa de Tortuguitas, los investigadores hallaron objetos pertenecientes a varias de las víctimas: anillos, cadenas, pulseras y pequeños recuerdos que confirmaban el hábito de conservar “trofeos”. También se encontró un arma calibre 32, coincidente con las balas recuperadas en las escenas del crimen. Con su muerte, la policía dio por cerrada la causa.

Un asesino sin confesión

La prensa le dio amplia cobertura al final del "Asesino puntual", aunque el caso había sido escasamente difundido hasta que Laureana fue abatido. Por un lado, la violencia política del año 75 era tal que tapaba mucha de la información policial de la época y, por el otro, la delicadísima situación de la Argentina de alguna manera impulsaba a los medios para no cargar más las tintas con casos como éste, apostando a dar la buena noticia de una rápida resolución.

En el caso del "Asesino puntual" no hubo juicio ni confesión; pero si los restos de Laureana, fotografiado de manera escalofriante por los forenses, como si aun estuviera vivo, y las pruebas reunidas en su vivienda, donde se encontraron cadenitas, pulseras y otros objetos que pertenecían a las víctimas. Estos siniestros "trofeos" estaban escondidos adentro de una bota.

Uno de los aspectos más sorprendentes del caso fue la insistencia, a lo largo de los años, por parte de la esposa y la hermana de Laureana y de su hermana de aceptar que la persona que conocían pudiera haber sido capaz de esos crímenes. Todos los testimonios recogidos por quienes investigaron su entorno coinciden en lo mismo: en la intimidad era un padre ejemplar, que trataba con dulzura a sus hijos y a su pareja y que, paradójicamente, siempre les manifestaba su preocupación por los peligros de "la calle".

Captura
Francisco Antonio Laurena, en la imagen difundida por las autoridades tras su abatimiento.

Francisco Antonio Laurena, en la imagen difundida por las autoridades tras su abatimiento.

Su mujer insistió hasta su muerte en que su marido era inocente y víctima de un error. Siempre afirmó que aquella tarde él había salido a vender artesanías y que no portaba armas. Su hermana Lucía también sostuvo que el identikit no se parecía a él y que las autoridades encontraron en su hermano al clásico "perejil" que les permitió cerrar el caso.

Lo cierto es que ninguno de los peritos dudó nunca de que Laureana fuera el "Asesino puntual" y los crímenes con ese modus operandi no volvieron a repetirse tras su abatimiento. Pero su hermana no estaba errada al señalar que el identikit distaba mucho de parecerse a la fisonomía del abatido. El boceto policial plasmaba a un personaje "aindidado", de piel oscura, muy similar a las estampitas de Ceferino Namuncurá, mientras que Laureana tenia piel y ojos claros y un rostro anguloso.

Visto desde la distancia, quizás aquel identikit haya dado cuenta, más bien, de los prejuicios de las clases acomodadas de Buenos Aires, y de la sugestión colectiva que coincidió en cómo se vería alguien capaz de aquellas atrocidades. Alguien que, difícilmente en ese imaginario, tendría los ojos claros.

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