Mario Puzo: las amargas reflexiones del autor de El Padrino antes de escribir su obra maestra
Entre 1950 y 1954, antes de convertirse en el autor de El Padrino, Mario Puzo escribió un diario íntimo donde confesaba ser un hombre derrotado y desconcertado por la falta de èxito.
Mario Puzo: notas del diario de un escritor sin éxito
Antes de convertirse en el autor de El Padrino, una de las novelas más influyentes del siglo XX, Mario Puzo fue un hombre que dudaba de su talento, de su destino y de sí mismo. Mucho antes del éxito editorial y cinematográfico, el escritor italoamericano sobrevivía entre la frustración, las deudas y la incertidumbre.
Las notas de su diario (1950-1954), incluidas años después en Los documentos del Padrino y otras confesiones, revelan la intimidad de un hombre que se debatía entre el deseo de escribir y el peso de la supervivencia.
“Pensé que estas notas podrían dar aliento a los escritores y a la gente deseosa de convertirse en artista, o, mejor aún, que las mismas les sirvieran para devolverles el buen sentido”, escribió Puzo en las palabras preliminares antes de compartir su intimidad. “Es un diario pesimista. Cuando lo escribí llevaba quince años dedicado a la literatura, pero nunca había conseguido ganar más de trescientos dólares. Afortunadamente, ignoraba que deberían pasar otros quince años antes de conseguir el éxito. Es una vieja historia, pero pienso que puede servir de ayuda a más de uno. Lo espero, sinceramente”.
También explicó que la escritura del diario le sirvió para exponer su caso como artista y justificar los fracasos en la literatura y en la vida. “Ahora, más viejo y astuto, más hábil en la elección y redacción de las frases, resisto la tentación de rectificar mis pasos”, reconoció. Las notas incluidas en su quinto libro no fueron retocadas: “Por ridículo que pueda parecer el joven que las escribió —a mí me lo parece—, y aunque ya no sea, en algunos aspectos, el hombre que era entonces, he decidido no corregir lo entonces escrito. De todos modos, al hombre de entonces nunca lo he enterrado. Su inocente fantasma sigue vigilándome constantemente y me prohíbe, con arrogancia carente de base, que cambie ni una sola palabra”.
Mario Puzo
El diario de Mario Puzo
Las anotaciones comienzan el viernes 29 de diciembre de 1950. Desde la primera línea, deja entrever su síntoma: “La verdad es que debería esperar a Año Nuevo para empezar un diario, pues psicológicamente sería lo correcto. Pero tengo ganas de comenzarlo ahora. Se acerca el final de un año malo. Dos narraciones cortas, y de la novela apenas nada. Si esto sigue así será mejor que me olvide de la literatura y de mis deseos de ser escritor”.
Puzo se reprochaba haber hecho poco por su vocación. “Le he dedicado más atención y esfuerzo que a ninguna otra de las cosas que he realizado. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que es lo más real e importante de todo lo que he hecho. Entonces, ¿por qué ha sido tan escasa mi producción literaria?”, se preguntaba.
Y se respondía: “Pienso que mi trabajo ha consistido, en esencia, en una intensa preparación interna… Estoy pensando casi continuamente en el trabajo que intento llevar a cabo. Todo un año dedicado únicamente a escribir. Creo que estoy preparado, pero de ninguna manera podré disponer del tiempo que quiero. De todos modos, pienso que, suceda lo que suceda, escribiré la obra este año”.
En esas páginas, el escritor soñaba con escribir al menos cinco novelas “realmente buenas”, a razón de una cada cinco años, un plan de veinticinco años de trabajo. Finalmente escribiría diez: La arena sucia (1955), La mamma (1965), Seis tumbas en Múnich (1967), El padrino (1969), Los tontos mueren (1978), El siciliano (1984), La cuarta K (1991), El último don (1996), Omertà (1999) y Los Borgia (2001). Además, publicó dos libros de no ficción: Los documentos de El padrino (1971) y En el interior de Las Vegas (1976).
En aquel tiempo, sin embargo, seguía batallando con su primera novela, en la que apenas confiaba. “No me extrañaría que llegase a ser considerada como una de las peores novelas que se han escrito. Lo peor es que todo aparece desenfocado, como una fotografía borrosa… Y, sin embargo, no puedo creer que carezca totalmente de mérito. Ésa es la razón que me impulsa a seguir adelante con mi trabajo”.
Económicamente, ese año había sido desastroso. Su editor le había adelantado dinero para comprar un dormitorio donde escribir sin distracciones familiares. Pero incluso ese gesto le resultaba humillante. “La humillación mayor es para él. Hace que se sienta avergonzado de mí, e irritado, al mismo tiempo, por el hecho de que yo carezca del sentido de la previsión… No obstante, y por mucho que me esfuerce, estas cosas no puedo tomármelas en serio. Lo único que puedo tomarme en serio es el trabajo de escribir, por ridículo que pueda parecer a los ojos de los que no son escritores o de los que, siéndolo, no quieren escribir”.
Mario Puzo y Francis Ford Coppola
Mario Puzo y Francis Ford Coppola durante el rodaje de El Padrino
Mario Puzo, entre el entusiasmo y la derrota
En las páginas siguientes del diario, Puzo exhibe el pulso cambiante de un escritor que transita entre el entusiasmo y la derrota. El 7 de enero de 1951 anota con alivio: “Hoy he hecho veinte páginas… Comienzo a sentirme un poco más esperanzado. ¡Qué estupendo soy cuando he escrito algunas páginas, y qué sensación de contento!”. En la misma jornada juega con su hijo, prepara la cena para su esposa y confiesa que, por primera vez en mucho tiempo, un domingo no lo atormentan los nervios. “¿Qué es lo que esto demuestra? Que escribir es necesario para mi salud, aunque quizá sea un mal escritor.”
En ese registro encuentra una explicación que sintetiza su modo de estar en el mundo: “El arte, sea o no literario, constituye un escudo contra la pobreza de la vida, y es, al mismo tiempo, algo así como una fuerza integradora”. Escribir no era sólo un oficio: era una forma de defensa ante la monotonía y la desesperanza.
Pero su ánimo oscilaba con la misma facilidad con la que llegaban las devoluciones editoriales. El 28 de enero reconoce que su novela “se lee bastante bien, pero le falta ligazón”. Promete reescribirla desde el principio, sin sospechar que esa pulsión de corrección lo acompañaría toda la vida.
El 24 de junio escribe que la novela está terminada y en manos de los editores, aunque el horizonte económico sigue siendo sombrío. “Todo parece indicar que nunca lograré verme libre de deudas. Un nuevo hijo para septiembre… Mi empleo me ocupa toda la semana, y los domingos por la tarde los dedico a la familia. Me queda sólo la mañana y la noche de los domingos, y tal vez un par de noches a la semana.” El tiempo, como el dinero, era un lujo que no podía permitirse.
El 4 de noviembre de ese año su diario se oscurece. “He detallado todos los obstáculos… pero de estas páginas se deduce que ganaré la batalla… que triunfaré como escritor… Sin embargo, esta mañana, mientras leía el Times y jugaba con los niños, pensaba: me estoy derrumbando”. Más adelante, añade: “Me estoy ahogando, y pienso que no triunfaré. Me siento deprimido… Quiero decir a alguien lo que sufro, pero como no tengo a nadie a quien decírselo, lo escribo. Espero que algún día, al leer estas líneas, pueda echarme a reír”.
Ese domingo, Puzo tocó fondo. “Nunca había esperado ser feliz, al menos en el sentido que la gente suele dar a esta palabra. Siempre he pensado que si hay Dios… él no es un criminal, como dijo aquel loco evangelista callejero… Tampoco yo lo soy…". Luego agregó: "Uno de mis lemas había sido siempre: ‘Las cosas tienen que ser difíciles, pues a mayor dificultad, mayor satisfacción’. Ahora me desdigo. No se me ocurre otra cosa que exclamar: ¡Socorro! ¡Un poco de respiro!”
Mario Puzo, Red Buttons y Marlon Brando
Red Buttons, Mario Puzo y Marlon Brando
Entre esas páginas también reflexiona sobre su relación con el dinero y la necesidad de sostener un trabajo que no le gusta para afrontar los gastos diarios. “El dinero lo aniquila todo. Tengo que trabajar demasiado fuera de la jornada normal; unas veinte horas semanales. Estoy tan cansado que no puedo escribir ni una sola línea”
El Puzo que escribe estas confesiones se mueve entre la culpa y la impotencia, consciente de su precariedad material y emocional. “Tiempo, dinero, estabilidad emocional… Ahora mismo me faltan las tres cosas”, anota con resignación. Sin embargo, al final de esa misma entrada, su tono vuelve a levantarse: “Hoy he descansado un buen rato, y esta noche me siento bastante bien… Otro intento. Necesito más fuerza de voluntad. Aún en mis condiciones, escribir no es una tarea imposible.”
A fines de 1951, el diario adquiere el pulso de una resistencia silenciosa. El rechazo editorial se vuelve rutina, pero también una forma de certeza. Cada negativa confirma que su batalla no es sólo con los editores, sino con su propia fe. “Es gracioso contemplar la propia desintegración”, anota un domingo de noviembre. A la semana siguiente, una mínima cortesía escrita a mano en una carta de rechazo del New Yorker alcanza para devolverle algo de esperanza. “Lo siento. Muchas gracias”, decía la nota. Ese gesto anónimo lo conmueve más que cualquier elogio. “Alguien del New Yorker me tiene simpatía... quizás incluso votó en favor de la aceptación de mi historia”. La fantasía, en Puzo, funciona como antídoto contra el desaliento.
Las anotaciones de ese año dejan entrever a un hombre que se aferra a su identidad como si fuera lo único que no puede perder. “Estoy contento de ser quien soy... No tengo dinero, carezco de fuerza de voluntad, odio mi empleo, pero vete a la porra”, escribe el Día de Acción de Gracias. En esa frase conviven la burla y la dignidad, la certeza de ser un fracasado y la necesidad de seguir creyendo que ese fracaso todavía le pertenece.
A comienzos de 1952, la tensión entre vocación y supervivencia se vuelve insoportable. Puzo renuncia a su trabajo para dedicarse por completo a la escritura, pero el gesto romántico pronto se convierte en una carga. “Es poco poético, lo sé, pero confieso que el problema del dinero me inquieta terriblemente”. Pasa mucho tiempo solo, en una habitación amueblada de once dólares semanales, con una ventana que da a un jardín de cemento. Intenta convencerse de que ese aislamiento es el precio de su destino, aunque el desaliento se filtra en cada línea: “He abandonado la idea de trabajar en la habitación. No puedo estar solo... mala señal.”
En sus notas alternan la ironía, la autocrítica y una lucidez que a veces roza la crueldad. “Me gustaría ser un hombre malvado... robar bancos... matar y mutilar... pero soy tímido, y si hiriera los sentimientos de alguien, sé que me sentiría desgraciado”. En esa confesión, mitad broma, mitad desahogo, se revela la contradicción esencial de su carácter: un escritor que desea intensidad pero está condenado a la mesura.
Los días avanzan entre deudas, cartas del banco y devoluciones de manuscritos. El 14 de diciembre de 1952 anota: “Abandoné un buen empleo para dedicarme a la literatura, pero durante estas semanas sólo he escrito un libro en el que no puedo depositar ni la más mínima esperanza”. Su humor es seco, casi clínico. Las cartas del banco lo amenazan con informar su caso “a la oficina central”, y él responde con sarcasmo: “¿Van a matarme? ¿Me torturarán? ¿Me enviarán a la cárcel? ¿Se me van a llevar los muebles y, gracias a Dios, mi máquina de escribir?”.
Mario Puzo
Mario Puzo al recibir el Óscar a mejor guión adaptado
El fracaso parece cerrarse como un ciclo inevitable. En enero de 1953 recibe la carta definitiva: su libro ha sido rechazado. Lo asume sin dramatismo, pero con una claridad desgarradora. “Puedo afirmar que lo de dejar mi empleo para convertirme en escritor profesional está resultando un fracaso.Pero no me arrepiento. Al menos, lo he intentado.”
En abril, anota la última línea de su diario: “Hoy he recibido una carta de H rechazando el libro. Me expresa su simpatía, pero no puede aceptarlo... he vaciado los cajones de mi mesa y he colocado todas mis notas en una maleta. Y ahora, a ganarme la vida”.
El autoflagelo continúa: “Mi resentimiento es tan grande que no me atrevo a expresarlo. Sé que el culpable del fracaso soy yo mismo, pero esto no hace variar mis sentimientos. No quiero escribir, pero sé que no tardaré en volver a intentarlo. Pero no creo que ya nunca pueda volver a sentir amistad por persona alguna. Por bien que me vayan las cosas en el futuro. Y sé que ya no podré volver a tener una buena opinión de mi propia persona”.
Sin embargo, pese al desánimo, los fracasos y frustraciones, el hombre que durante años se debatió entre la pobreza y la obstinación terminó publicando su primera novela. Lo hizo sin épica ni alivio, como quien apenas cumple una condena.
“El 20 de enero de 1954 vendí mi novela a Random House, que la publicó en febrero de 1955”, escribió Puzo. La llamó La arena sucia. No era la historia de una redención, sino la constatación de que el esfuerzo no necesariamente trae gloria. “En la primera crítica que leí se me tachaba de degenerado y de obsceno, más obsceno que Mailer y Jones. La segunda crítica que cayó en mis manos decía, en cambio, que yo era un verdadero artista”. Entre el desprecio y el elogio, encontró algo parecido a la paz: la certeza de haber sobrevivido al intento.
Años más tarde recordaría un episodio que, por insignificante, ilumina mejor que cualquier éxito su manera de entender la integridad. “Es curioso el hecho de que nunca mencione que un editor me dio una opción de 500 dólares para dar al libro un final feliz. Si hubiese hecho lo que el editor quería, el libro hubiera sido publicado en 1952, es decir, tres años antes.” No aceptó el dinero ni el consejo. “El final lo escribí a mi gusto. No fui honrado, pero se demostró que la razón era mía. El libro fue publicado, al fin, y con mi final, bueno o malo.”
El diario se cierra ahí, con una frase que parece escrita sin intención de trascender, pero que encierra todo el peso de su recorrido. Puzo no necesitó justificar su pasado, sólo constatarlo. “Lo gracioso es que mis verdaderos problemas comenzaron después de este Diario.”