La vida en pausa: la historia de una madre colombiana atrapada en el laberinto de la política migratoria de Milei

La experiencia de Jenni M. A., una colombiana que llegó al país para cuidar a su madre enferma terminal y terminó enfrentando la hostilidad y la burocracia, expone el impacto humano de las recientes reformas migratorias. Su caso refleja cómo miles de extranjeros en la Argentina viven hoy entre el temor a quedar indocumentados, las trabas administrativas y el riesgo real de perder derechos básicos como la educación y la salud.

Las manos de Jenni M. A. tiemblan, nerviosas, manipulando un sobrecito de azúcar que no va a usar. Lo gira, lo aplasta, lo vuelve a enderezar. Está sentada en una mesa de un bar del Bajo porteño, a media tarde, con el sol filtrándose sin fuerza desde la avenida Alem. “Nosotros el café lo tomamos así, solito”, explica, mirando la taza.

Jenni es colombiana. Llegó a la Argentina poco antes de que estallara la pandemia, cuando el virus era apenas un rumor lejano y Wuhan un nombre que nadie había escuchado en su vida. Su plan era simple: cuidar a su madre, que estaba enferma y vivía hace varios años acá, estar un tiempo con ella y luego volverse a Colombia. Pero, al poner el pie en Buenos Aires, se enteró de que aquello que imaginaba como un cuadro pasajero era, en verdad, un cáncer avanzado. A su madre le quedaban entre seis meses y un año de vida. Su voz se apaga cuando recuerda aquel baldazo de agua fría: “Yo no sabía que era tan grave. Mi mamá no quería que sus hijos se enteraran desde allá por teléfono y además era muy negadora”.

Enseguida mandó a buscar a sus tres chicos –dos varones y una nena–, que estaban en Barranquilla, al cuidado de uno de sus hermanos, al que no podía dejárselos durante un año. “El padre hace rato que se desentendió de ellos”, dice, y el gesto le endurece la mirada.

La muerte de su madre la encontró casi sin ahorros, sin red, en un lugar donde no conocía a nadie: “En Colombia los funerales son muy bulliciosos, viene toda la familia, todo el barrio, se come, se habla… Acá éramos nosotros cuatro, solos con mi mamá, en una salita muy triste”. Después del entierro, Jenni comenzó a deambular por pensiones en medio de la cuarentena del Covid, una situación dramática tras otra. Hasta que tuvo la suerte –ella insiste en esa palabra– de cruzarse con el cura de una parroquia que la ayudó a conseguir un lugar para quedarse en Tigre. “Él fue nuestro ángel”, dice.

Gracias a la gestión del párroco, cuando aflojaron las restricciones consiguió sus primeras changas como empleada de limpieza. Con eso pudo costearse un cuarto en el Barrio 31. “Primero vivimos en una zona donde se vende droga. Era duro. Muy duro. Ver esa desesperación, ver lo que el paco hace con la gente… Pero nunca se metían con nosotros”, cuenta. Más tarde, se mudaron a una parte “mucho más linda y tranquila”. Allí sus hijos empezaron a armar una rutina: la escuela, los amigos, el club del barrio. Ella consiguió un puñado de familias fijas para limpiar una vez por semana. Y la vida, después de momentos durísimos, que podrían salir del guion de una película, pareció acomodarse.

Pero ese período de calma se acabó este año. Jenni y sus hijos hoy son cuatro de los más de 100.000 inmigrantes que, según cálculos de organizaciones y abogados especializados, están en el país con permisos de residencia temporarios o transitorios, para quienes el sistema migratorio, desde 2024 y especialmente desde 2025, se volvió más trabado, más caro y más hostil.

“Este último año fue muy difícil. Se complicó bastante todo”, dice Jenni, mientras vuelve a girar el sobrecito de azúcar entre sus dedos de uñas largas y nacaradas. Renovó varias veces la residencia temporaria para ella y sus hijos, pero hace pocos meses le dijeron que ya no podía hacerlo más y tampoco le permiten tramitar la residencia permanente. “Los trámites se volvieron de pronto mucho más caros y complejos. Las personas que te atienden nos tratan peor, como si fuéramos sospechosos. Esto no nos había pasado antes”, asegura.

Su mayor temor tiene un nombre concreto: el Polo Educativo Mugica, al lado de la terminal de Retiro, donde su hija cursa la primaria y sus dos hijos adolescentes la secundaria. Si pierden la documentación, podrían perder la vacante. “En la escuela me dicen que no me preocupe, pero la inscripción es con DNI y mis chicos pronto ya no lo van a tener”.

Ese temor es compartido por miles de migrantes en la misma situación. No es solo que el trámite se complique; es que el tiempo corre y la burocracia dejó de ser neutral: ahora amenaza con impacto real en la vida cotidiana, en el acceso a la educación y a la salud.

La nueva lógica migratoria

Lo que vive Jenni no es un caso aislado ni una excepción administrativa. Es el reflejo, en escala humana, de un cambio profundo en la concepción migratoria del gobierno de Javier Milei. Una transformación que, según especialistas, fue “cauta” durante su primer año, pero que se aceleró claramente en el segundo.

“El área de Migraciones se complicó por dos razones”, explica Diego Morales, abogado especializado en Derecho de Migrantes y Refugiados en el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las organizaciones que más sigue de cerca la cuestión.

La primera tiene que ver con la “motosierra”: hubo muchos despidos en el área de Migraciones. Igual que en otras áreas del Estado –Desarrollo Social, Discapacidad, Niñez– la reducción de personal tuvo un impacto inmediato. “La menor cantidad de gente implicó que los trámites se volvieran más lentos. Se aletargaron y se demoraron. Eso generó un cuello de botella que afecta a todos, pero en particular a quienes dependen de su estatus documental para vivir tranquilos”, revela Morales.

La segunda razón es económica-administrativa: el aumento abrupto de tasas, que experimentaron saltos significativos. La tasa migratoria, las tasas para pedir antecedentes penales, las tasas para salir del país cuando se tiene un trámite pendiente. Un sistema que, según los especialistas, empezó a funcionar como una caja recaudatoria.

“A un migrante, cuando le decís que vuelva a iniciar un trámite, se le complica. Más si viene de una situación de precariedad o pobreza. Si encima cuando le contestan ya se vencieron sus certificados de estudio o de antecedentes, tiene que empezar todo otra vez. Eso desborda a cualquiera”, afirma el abogado del CELS.

Durante 2024, esas señales eran incipientes. Había alguna declaración suelta de funcionarios asociando inmigración con delito, buscando reinstalar ideas viejas y muchas veces refutadas, pero la narrativa no terminaba de prender. Sin embargo, eso cambió con fuerza cuando se tocó la pieza fundamental del sistema: Ley de Migraciones.

En mayo de este año, el Gobierno anunció que modificaría la Ley de Migraciones. Meses después, la reforma se convirtió en DNU. Para los ciudadanos del Mercosur y de buena parte de Latinoamérica, que pueden solicitar la residencia permanente tras tres años de residencia en el país, la ley ahora exige acreditar ingresos o solvencia económica. “Pero todavía no está claro cómo se supone que hay que demostrarlo”, explica Morales. “Migraciones no lo informó. No hay una guía, no hay un procedimiento”.

Ese vacío afecta directamente a personas como Jenni: quienes trabajan de manera informal, no tienen recibos, y viven al día. Muchos llevan tres años, cinco años o diez años en el país, pero ahora no encuentran la manera de sostener su documentación al día. “Cuando pierda la residencia, no voy a poder cobrar mis trabajos por Mercado Pago”, dice. “No sé cómo vamos a hacer cuando eso ocurra”.

Pero el cambio más profundo –y para muchos, el más peligroso– es el que afecta el acceso a la salud y a la educación. La nueva norma indica que solo los residentes permanentes tienen acceso garantizado. Los temporarios y transitorios deberán pagarlo. En términos prácticos: se rompió la universalidad. Se perdió una de las bases del modelo argentino, que sostenía que la situación migratoria no debía obstaculizar derechos esenciales.

De “tierra de inmigrantes” a criminalizar la inmigración

La narrativa oficial buscó justificar el cambio de la Ley de Migraciones en supuestos abusos, como los llamados “tours sanitarios”. Pero la evidencia siempre fue débil. “Era marginal, muy marginal. Quizás algún caso en hospitales cerca de la frontera, pero nunca hubo datos fidedignos que sostuvieran esa idea”, explica Morales.

Por el contrario, Argentina es reconocida, incluso internacionalmente, por tener una de las poblaciones migrantes más regularizadas del mundo. Casi dos millones de residentes permanentes. Poco más de cien mil con residencia provisoria o temporaria. Un esquema ordenado que no generaba tensiones significativas.

En un movimiento que poco tiene que ver con la realidad argentina y por momentos parece una imitación sobreactuada de las políticas de la administración Trump contra los inmigrantes en Estados Unidos, la Dirección Nacional de Migraciones dejó de depender del Ministerio del Interior y pasó a depender del Ministerio de Seguridad. Un desplazamiento institucional que, para los especialistas, implica un cambio de paradigma: la inmigración se analiza desde la lógica del delito, no desde la de derechos, el desarrollo económico o la integración.

El reciente anuncio de la creación de una Policía Migratoria refuerza ese viraje, reafirmando la idea de que los inmigrantes –sobre todos los más pobres- entran al sistema sospechados de ser potenciales criminales, en vez de actores del desarrollo económico y social, tal como se consagra de manera elocuente y sin ambigüedades en la Constitución Nacional.

Como suele suceder con muchos de los anuncios libertarios, con la reforma migratoria es difícil discernir entre los cambios reales y las proclamas para “la tribuna”: “El problema es que muchas de las decisiones no pueden analizarse en profundidad. Ni siquiera pueden leerse”, afirma Morales. “No aparecen en el Boletín Oficial. Se anuncian en conferencias de prensa o por redes sociales, pero no se hacen públicos los detalles de los decretos. Entonces no hay forma de saber con precisión qué se está implementando”.

Ese vacío, ese gris burocrático, es el terreno donde las historias como la de Jenni empiezan a desmoronarse. Su vida cotidiana depende de un trámite que nadie le sabe explicar, de una renovación que nadie le quiere firmar, de tasas que suben sin aviso y sin criterio.

“Yo no quiero nada raro. No quiero nada de más. Solo quiero que mis hijos sigan estudiando, que puedan ir al doctor cuando se enferman”, dice, mientras guarda el sobre de azúcar intacto en su bolso, casi con vergüenza. “Eso es todo. Que puedan estudiar, que puedan progresar”.

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