Por Valen Iricibar, en colaboración con Christopher Martin y Jacob Sugarman
Gabriela Schroeder Barredo huyó de la dictadura uruguaya con su madre en 1973. Eso fue solo el comienzo de su calvario.
Por Valen Iricibar, en colaboración con Christopher Martin y Jacob Sugarman
Gabriela Schroeder Barredo tenía solo cuatro años, pero igual sabía que le estaban mintiendo. Una y otra vez le preguntó a esos extraños adultos que tenía alrededor dónde estaba su madre, y las respuestas que le daban eran siempre contradictorias.
En una ocasión, intentaron convencerla de que Rosario Barredo Longo simplemente se había ido a comprarle un vestido, a pesar del hecho de que su madre siempre la había dejado elegir su propia ropa. Otra vez, le dijeron que Rosario había viajado a Montevideo a visitar a los abuelos de Gabriela.
"Yo le dije que eso era mentira porque la única que iba a Montevideo era yo y mis abuelos habían estado hace poco", recordó.
Casi 50 años después, Gabriela aún se burla de las historias que le contaron de niña en 1976, y su tono sereno se vuelve desafiante al recordar sus respuestas. Nunca volvería a ver a su madre, y ahora comprende que esos adultos eran, en realidad, captores que intentaban entregarla a ella y a sus dos hermanos menores, María Victoria, de 14 meses, y Máximo Fernando, de tan solo dos, a familias aprobadas por la dictadura argentina, en una práctica conocida como apropiación.
Al mismo tiempo, funcionarios de inteligencia de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay libraban una feroz campaña de represión conocida oficialmente como Operación Cóndor. En esta campaña, que duró de 1975 a 1978 e incluyó a Brasil, Ecuador y Perú, las fuerzas de seguridad persiguieron a refugiados políticos y opositores a través de las fronteras en un esfuerzo por erradicar cualquier amenaza percibida como subversión. Sus tácticas consistían en tortura, secuestro, violación y asesinato en masa, entre otras. Varios países, incluido Uruguay, recibieron capacitación de Estados Unidos.
Los apropiadores de Gabriela podían tener mucho conocimiento sobre su familia, gracias a sus contactos en Uruguay y Chile, pero probablemente no esperaban la rebeldía de la niña. “Me acuerdo que mi mamá siempre me alentaba a hacer preguntas, a dar mi opinión, aunque era muy chica,” le contó al Herald. “No me podías poner un pantalón, tampoco, yo era muy determinada. Todavía lo sigo siendo un poco. Si sé que algo no es así, lo voy a decir. Así que no compraba lo que me querían vender.”
“Tenía cuatro años y la situación era directamente imposible”, continuó. “Como era hija de mi madre, refutaba todo lo que me decían. Yo creo que eso también me salvó bastante porque ahí habían dos opciones: o me entregaban o me mataban"
El padre de Gabriela, Gabriel Schroeder Orozco, era miembro del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros en Uruguay. Fue asesinado el 14 de abril de 1972, durante un operativo militar en el barrio de Malvin en Montevideo. Al día siguiente, Rosario, que en ese momento estaba embarazada de su hija mayor, fue detenida.
Gabriela nació en prisión, en la tristemente célebre Cárcel Central de la capital uruguaya. Estuvo detenida durante más de seis meses, y fue liberada junto con su madre en diciembre de ese año.
Para 1973, Uruguay ya no era un lugar seguro para los Barredos. Las fuerzas de seguridad ya habían torturado o asesinado a muchos miembros de los Tupamaros con los que sus padres estaban conectados, en una serie de operativos anti-guerrilla que comenzaron durante el gobierno del presidente Jorge Pacheco Areco (1967-1972).
El 27 de junio, los militares dieron un golpe de estado cuando el sucesor de Pacheco, Juan María Bordaberry (1973-1976), disolvió el congreso e instauró una dictadura cívico-militar. Las organizaciones sindicales respondieron con una huelga general nacional, que duró poco más de dos semanas antes de ser violentamente reprimida. La mayoría de los líderes sindicales fueron encarcelados, asesinados o forzados a exiliarse en la vecina Argentina, y tanto los sindicatos como el movimiento de resistencia del país sufrieron un duro golpe del que tardarían años en recuperarse.
Rosario se llevó a su hija a Chile en junio de 1973 con la esperanza de escapar del régimen militar uruguayo. Muchos otros uruguayos también habían hecho el mismo viaje, pero apenas llegaron, su refugio se convirtió rápidamente en un caos muy familiar.
“Mi familia fue destrozada varias veces en solo cuatro años”, explicó Gabriela. “Primero, nací sin padre. Luego, nací en la cárcel, donde mi madre era mi único ejemplo a seguir. Después, tuve que irme a otro lugar”.
Los Barredo se mudaron a Chile tres años después de que el socialista Salvador Allende derrotara al expresidente conservador Jorge Alessandri, que buscaba un segundo mandato no consecutivo. Bajo la dirección del gobierno de Richard Nixon en Estados Unidos, la CIA movió dinero, inteligencia y otros recursos para intentar influir en los resultados electorales. Leonid Brezhnev, entonces líder de la Unión Soviética, hizo lo mismo con su propia agencia de inteligencia, la KGB. Según trascendió, Nixon estaba furioso tras la victoria de Allende.
Muchos grupos de izquierda de todo Uruguay habían huido de la persecución en su país al Chile socialista de Allende. Pero el 11 de septiembre de 1973, el general Augusto Pinochet dio un golpe de Estado, bombardeando el Palacio Presidencial de La Moneda en Santiago para intentar tomarlo por la fuerza. Durante el asedio, Allende se suicidó, y la junta militar chilena se mantendría en el poder durante 17 años.
Temiendo una persecución similar a la que había sufrido en Uruguay, Rosario se mudó a Argentina, que sería su destino final. En Buenos Aires, conoció a William Whitelaw y tuvieron dos hijos. Juntos, denunciaron la lucha armada de los Tupamaros en su país, buscando promover la democracia a través del movimiento político "Nuevo Tiempo", que fundaron en 1974.
“Fui muy feliz en esta ciudad, y fueron los últimos momentos que pasé con mi madre. Pero al mismo tiempo, viví el peor de los horrores”, dijo Gabriela.
El 13 de mayo de 1976, la junta militar argentina secuestró a su familia de su casa en el barrio de Caballito, Buenos Aires. Los cuerpos de Rosario y su pareja fueron encontrados ocho días después en un vehículo abandonado, junto con los de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, dos legisladores uruguayos que habían promovido el retorno a la democracia. Los cuatro fueron ejecutados por un grupo de tareas argentino-uruguayo que operaba desde el centro clandestino de detención de Bacacay, en Buenos Aires.
Gabriela estaba ahora bajo el “cuidado” y la “responsabilidad” de los militares. Se había convertido en una víctima más de la Operación Cóndor.
La cacería transnacional de la familia de Gabriela se hizo pública por primera vez en el Buenos Aires Herald.
“Mi tío Gustavo vivía aquí en Buenos Aires y trabajaba en la prensa”, dijo. “Conocía al editor del diario, [Robert] Cox. Así que mi abuelo fue ahí a buscar ayuda, a recibir apoyo”.
“El Herald fue esencial para crear una campaña de presión para encontrarme. Sin él, no estaría aquí hablando con ustedes.
”El 29 de mayo, Juan Pablo María Schroeder Otero, abuelo paterno de Gabriela, finalmente recibió la llamada que tanto esperaba: dos niñas y un bebé habían sido dejados en un centro de salud y podía ir a recogerlos a la comisaría de Vicente López.
De regreso en Montevideo, Gabriela fue criada por su familia paterna, los Schroeder, mientras que sus hermanos, María Victoria y Máximo Fernando, fueron llevados a Francia a vivir con los padres de William, los Whitelaw.
En toda la región, los cumpleaños de quince se celebran con fiestas extravagantes similares a bodas y, a veces, con viajes. Gabriela eligió esto último: viajó al barrio de su infancia en Buenos Aires, donde había estado por última vez con su familia.
“Me acordaba de todo… los vecinos no podían creer que estuviera viva”, le contó al Herald. “Mis hermanos y yo somos los únicos sobrevivientes. El único recuerdo vivo está en mí, así que siento una enorme responsabilidad”.
Fue durante esa excursión que Gabriela decidió adueñarse de su historia y presentar su propia demanda judicial.“Fuimos un instrumento de tortura”, dijo. “Nos encarcelaron y nos separaron de nuestros padres. Nos pasaron tantas cosas, más allá del horror de tener que vivir como huérfanos, como resultado de crecer sin nuestros padres. Empecé a visibilizar lo que nos había sucedido de niños, para demostrar que no éramos daños colaterales, sino víctimas directas”.
“Eso se convirtió en mi horizonte a seguir”.
Parte de lo que anima hoy a Gabriela es comprender que muchas otras personas vivieron experiencias similares.“Una vez escribí un cuento”, continuó. “Nunca lo volví a encontrar, pero decía que mi generación es la generación de los platos rotos. Llegamos a la mesa para cenar y todos los platos estaban rotos”.
“Al final, somos víctimas directas de las decisiones —y quizás sea duro decirlo— que tomaron los adultos que nos amaron y que debían protegernos. Puede que estas personas nos amaran incondicionalmente, pero tomaron decisiones que nos trajeron duras consecuencias”.“Aprendimos cómo pegar los platos rotos”, concluyó. “Nos sentamos a comer. Y seguiremos comiendo”.
A lo largo de 2025, el Herald publicará una serie especial para conmemorar los 50 años de la firma del acuerdo de la Operación Cóndor. Las piezas fueron coproducidas con el proyecto Plancondor.org, coordinado por la Dra. Francesca Lessa, en colaboración con el Proyecto Sitios de Memoria Uruguay, el Observatorio Luz Ibarburu de Uruguay y Londres38 de Chile, con el apoyo del University College London.