La focaccia es uno de los panes más tradicionales de la cocina italiana y, aunque parece simple, tiene sus trucos. No alcanza solo con harina, levadura y aceite de oliva: hay un detalle que puede marcar la diferencia entre un resultado seco y uno que sorprenda con su textura.
En la actualidad, se pueden encontrar múltiples variantes en restaurantes y panaderías, pero la preparación casera sigue siendo un desafío para quienes buscan un sabor auténtico. La textura esponjosa y la corteza apenas crocante son la meta de todo amante de este clásico mediterráneo.
La sorpresa está en que el ingrediente extra no suele aparecer en la lista de básicos. El puré de papa frío se convirtió en el secreto mejor guardado por quienes saben del tema. Su inclusión aporta humedad, suavidad y una miga más ligera. Y lo curioso es que, aunque suene extraño para algunos, en Italia este recurso se utiliza desde hace generaciones.
Preparación
Primero se arma una corona con la harina y la sal. En el centro se agregan la levadura disuelta, el aceite y el agua. Una vez integrados los líquidos, se suma el puré de papa frío. Este paso es crucial: si las papas están calientes, arruinan la fermentación.
Se amasa hasta obtener un bollo liso y se deja descansar tapado por unos 30 minutos. El leudado es fundamental para lograr una miga aireada. Después, se extiende la masa en una placa engrasada y se pincela con un poco más de aceite de oliva.
El horno debe precalentarse a 180°. La cocción inicial lleva unos 12 minutos. Luego, se sube la temperatura a 190° y se deja entre 5 y 7 minutos más, hasta que la superficie quede dorada.
Al retirarla, llega el momento de sumar los complementos. Se desgrana el queso azul, se incorporan los higos cortados en cuartos —o los papines laminados con mandolina— y se completa con hojas frescas de rúcula.