La Virgen María, embarazada y descalza, descansa en el altar de la iglesia Santa Cruz, en el barrio porteño de San Cristóbal. Detrás de una obra de arte, Jesús Latinoamericano. El cura y cantautor Carlos Saracini invita a Anita Fernández a que le coloque a la imagen saquito amarrillo que llevaba por encima de su remera riverplatense. Un saquito tejido por las manos de una mártir de los derechos humanos, su abuela Esther, una santa sin canonización en el Vaticano.
Ella se acercó sonriendo, feliz de la invitación que no esperaba. La miraba a los ojos, la vestía como a un hijo, y le cantaba Como la cigarra. El Espíritu Santo sopla y sorprende. Antes fueron los jóvenes de la escuela Santa Cruz junto a los scouts de la parroquia quienes habían realizado el gesto de colocar los pañuelos a la imagen de la madre de Jesús. Esa mujer en salida, pobre, muy pobre, que busca salvar la vida engendrada en ella misma. Que da todo por salvar al niño.
La paraguaya, militante y bioquímica, Esther Ballestino de Carreaga siguió los pasos de la Virgen María. Dio todo por salvar a su hija, Ana María, de tan sólo 16 años y embarazada, que había sido secuestrada, 13 de junio de 1977, para ser encerrada en las mazmorras clandestinas de la ex Escuela Mecánica de la Armada (llamada ESMA) donde se ejecutaba un plan de terrorismo de Estado tras derrocar al gobierno democrático de Isabel Martínez de Perón.
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El obispo auxiliar porteño, Alejandro Giorgi, se hizo presente.
“Tengo puesto el saquito”, lo primero que me largó Anita, la mujer que le colocó a la Virgen aquel abrigo cosido por su abuela Esther. Nos dimos un abrazo. Le compartí un mate amargo. Estábamos en el solar de la iglesia Santa Cruz, sobre la calle Estados Unidos al 3100 casi esquina General Urquiza, detrás de los pilares de las tumbas de las Madres de Plaza de Mayo, una su abuela, más otras dos madres, las monjas francesas y militantes, 12 en total, como los primeros apóstoles, el 12 siempre presente.
“Hace 20 años las sembramos y hoy siguen floreciendo con la memoria” fue la idea fuerza para el acto homenaje que revalorizó aquello que Luis, uno de los hijos de las Madres allí enterrada, llamada “Mari” por María Eugenia Ponce de Bianco, había conseguido al hablar con el entonces cardenal y arzobispo porteño.
Lo contó en la lectura de una carta Renzo Bianco, el joven nieto de Mari que fue secuestrada allí en la iglesia de Santa Cruz, nada menos que el día de la Virgen Inmaculada, el 8 de diciembre, pero de 1977, luego de haber sido espiados por los servicios de inteligencia de la dictadura, entre ellos Alfredo Astiz. En el grupo de las Madres de Santa Cruz formaban parte las monjas francesas Alice Dumont y Léonie Duquet, y otros familiares de desaparecidos como militantes políticos, como Angela Auad.
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Anita, el año pasado, en el Vaticano con Francisco.
El 20 de diciembre de 1977 el mar no quiso ser cómplice. Devolvió los cuerpos del llamado grupo de Santa Cruz. Las Madres, las monjas y militantes fueron enterradas en un cementerio municipal como NN (sin ningún nombre). Pasaron 28 años para que el Equipo Argentino de Antropología Forenses (EAAF) identificara los cuerpos de siete personas, entre ellas quien había sido docente y jefa de quien llegaría ser el primer Papa argentino, latinoamericano y jesuita.
Maco Somigliana hace 20 años estuvo en el solar de la iglesia. En el acto de este jueves reconoció que no tiene fe pero sí cree “en este milagro” entonces giró para ver las tumbas de las Madres.
Un momento de pura emoción
Uno de los momentos más emotivos fue el ingreso en silla de ruedas de unas de las últimas Madres de Plaza de Mayo, Elia Espen, y antes el creador del cuadro Jesús Latinoamericano en el altar de la iglesia, Adolfo Pérez Esquivel, reconocido por haber recibido el Premio Nobel de la Paz. Ellos estuvieron allí hace 20 años. Volvieron.
Desde el exterior llegó un mensaje. Una anciana muy activa y religiosa, la monja de pollera y sandalias franciscanas, Genevieve Jeanningros, sobrina de la monja desaparecida Duquet. “Las Madres, Léonie (su tía) y los desaparecidos me han dado el mayor regalo que recibí, la amistad con el Papa Francisco. Nunca los olvidé. En estos 20 años han significado muchísimo, para seguir adelante con fuerza y alegría, sin desanimarme jamás, para elegir siempre lo correcto, sin miedo”, escribió en italiano la anciana monja, que misionó muchos años en el circo de la ciudad de Ostia y la comunidad LGTB de Roma, famosa Geneviene en el mundo porque fue quien superó el protocolo en el funeral de Francisco y fue foco de la atención mediática mundial por esa acción donde se la veía conmovida frente al ataúd del Papa en la Basílica de San Pedro.
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Ana María, hija de Esther, con Francisco.
Entrada la noche, en la extensa celebración de la misa estaba el párroco, Marcelo Pérez, el cura con la guitarra en mano, todos le dicen Carlitos, y para sorpresa y desconocimiento de muchos, el obispo auxiliar porteño, Alejandro Giorgi.
“Me hicieron acordar a compañeros de Medicina, porque me recibí de médico antes de ser cura, que están desaparecidos”, y agregó Giorgi algo que evidencia su lejanía a la temática de los derechos humanos: “Uno a veces tiene la memoria relajada”, reconoció el obispo que en su juventud estuvo muy cerca de la iglesia Santa Cruz al formarse en la escuela primaria y secundaria del “SanFra”, como se llama al colegio San Francisco de Sales del pasaje Yatay esquina Hipólito de Yrigoyen.
En la misa estuvieron entre los militantes de derechos humanos, dos embajadores, por Cuba Pedro Pablo Prada, y por Francia Romain Nadal. Además, tomó la palabra la legisladora porteña y candidata a diputada nacional, Victoria Montenegro, que venía de una protesta en la Legislatura de la Ciudad donde se realizó un acto del partido de Javier Milei en favor del negacionismo del terrorismo de Estado.
“Somos sobrevivientes de la crueldad. Pero somos alegres. No amargados. No se puede ser militantes amargados”, predicó Pérez Esquivel, otro referente muy cercano a Francisco desde su época de Padre Jorge, desde la iglesia y pidió “poner en acción el amor y mucha esperanza”.