El discurso de Cristina: cómo hacer cosas con palabras

Pocas veces en la historia de la política vernácula se ha dado una conjunción tan perfecta entre capacidad argumentativa, conciencia histórica, trascendencia en la gestión y hasta un manejo único de la tensión dramática.

En la post Segunda Guerra Mundial una tensión o antagonismo en relación con el discurso ganó terreno. Por un lado, estaban quienes se preguntaban en qué condiciones se podía volver a la importancia de la palabra luego del horror. Estaban, incluso, quienes creían que esto era imposible. Desde las sentencias más simples (“¿Cómo se puede hacer poesía después de Auschwitz?”) hasta las más complejas (la obra de Samuel Beckett está allí para dar testimonio de la imposibilidad del decir en el mundo moderno).

Pero por otro, buena parte de los estudios lingüísticos de la segunda mitad del siglo XX se han centrado en entender el carácter performativo de la palabra. En el decir o el escribir hay un acto que produce efectos. De allí el título -y el contenido- de una serie de conferencias notables de John Austin: “cómo hacer cosas con palabras”.

Pensando en esto, en la palabra como acto en sí mismo pero también como generadora de acciones es que puede quizás entenderse la cabal dimensión de cada discurso de Cristina Kirchner. No hay pretensión de originalidad en la observación de que cualquier intervención de suya en público es un acto que casi no admite indiferentes.

Ha sido muy señalado el carácter magnético que cualquier gesto, discurso o acción de la vicepresidenta tiene para buena parte de los argentinos… la amen, la odien, la respeten o crean que su aporte es una calamidad para la Patria. Y si los gestos pocas veces pasan inadvertidos, sus discursos muchísimo menos.

Pocas veces en la historia de la política vernácula se ha dado una conjunción tan perfecta entre capacidad argumentativa, conciencia histórica, trascendencia en la gestión y hasta un manejo único de la tensión dramática.

Su clase magistral del viernes, en ocasión de recibir el título Honoris causa de parte de la Universidad del Chaco Austral, reunió todos estos elementos. Y, como casi siempre, unió la actualidad más furiosa con una comprensión histórica profunda. La conferencia se tituló “Estado, poder y sociedad: la insatisfacción democrática".

No había manera de que el contenido no nos hablara de la coyuntura y de lo que trasciende, del mundo y de la Argentina, de la interna pero también de una idea de país. Y por eso Cristina Fernández lo eligió como tema.

La idea de “insatisfacción democrática” nos lleva nuevamente a los debates socio- antropológicos de principios del siglo XX que buscaban definir cuál era el piso de necesidades (básicas o derivadas) que era preciso asegurar en la gestión económico - política de los países.

Por eso, hablar de insatisfacción no implica solamente señalar su crisis (la de la democracia) sino también recordar su necesidad. La democracia es un derecho que debe asegurar otros. Si eso no se cumple, afloran las ideas autoritarias (como falsas soluciones mágicas) y los problemas se profundizan.

La interna del gobierno, lo dijo Cristina, no es un hecho banal, vinculado al palacio. Es un verdadero debate acerca de cómo resolver los problemas de las mayorías. Por eso es tan complejo. Sobre todo en un contexto que recibe los desastres del gobierno de Macri, más los estragos de la pandemia y las consecuencias económicas de la guerra. Y también por eso, el discurso de Cristina de ayer viene a completar un arco que tomó toda la semana y que tuvo muchos elementos.

Desde las críticas de Andrés Larroque y la réplica del presidente, la reunión de Gabinete y la presentación de sendos proyectos del kirchnerismo en ambas cámaras metiéndose con resortes que son potestad del presidente: el adelantamiento del aumento al salario mínimo y la inclusión.

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