El destino le dio una nueva oportunidad a la democracia argentina

La relación entre los discursos de odio crecientes en medios y la derecha que radicaliza a grupos políticos que buscan cobrar notoriedad quedó expuesta con el intento de magnicidio de Cristina Kirchner ocurrido el pasado jueves.

El intento de asesinato contra Cristina Fernández traza un cambio cualitativo en la lógica de la disputa por el poder que no puede ser desoído por quienes dicen querer una democracia plena y responsable. Y como consecuencia de esto, sería deseable que un evento de tal magnitud nos mueva a la reflexión acerca de ciertas prácticas discursivas que se han normalizado en un ágora vernácula cada vez más tóxica.

En estos días ha sido muy señalada la relación entre los discursos de odio crecientes en medios y dirigentes de la derecha con posiciones cada vez más violentas por parte de grupos políticos que buscan cobrar notoriedad y adeptos de esa forma. Se han hecho carreras momentáneamente exitosas denostando al sistema cívico, a los demás dirigentes y -sobre todo- a Cristina Kirchner.

Hay quienes también han mencionado que se rompieron los pactos democráticos consensuados a partir de la vuelta a la democracia. Lo que quizás convenga señalar en relación con estos acuerdos son dos cosas. La primera es que no fueron producto de una plácida toma de conciencia luego de los horrores de la dictadura por parte de los dirigentes. Alcanzar ciertos estándares democráticos fue el producto de una profunda y esforzada lucha por parte de dirigentes políticos, sociales y -sobre todo- de derechos humanos.

Cuando Néstor Kirchner dijo en 2003 “somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo” estaba reconociendo algo que debería estar forjado a fuego en la conciencia de todo argentino. Tenemos el tipo de democracia que tenemos gracias a los organismos de DDHH. Las políticas de Memoria, Verdad y Justicia son una garantía de futuro para nuestra sociedad. Un futuro más justo y con menos violencia política.

Abuelas de Plaza de Mayo

Contrariamente, quienes tienden a hablar peyorativamente de ellos (“el curro de los de Derechos Humanos”) y hablan de revisar la historia completa o fórmulas parecidas, en el fondo añoran ciertas formas de una Argentina que las mayorías ya decidieron dejar atrás. El segundo elemento a señalar y directamente relacionado con este es que ese consenso conseguido con mucho esfuerzo nunca fue definitivo. Esta ruptura de la que hoy hablamos anidó siempre en la precariedad de la correlación de fuerzas entre los herederos de los sectores más reaccionarios de la sociedad y quienes piensan en una democracia de mayorías.

¿Hay algún componente nuevo? Probablemente sí. El episodio de ataque a la vicepresidenta puede significar la pérdida de la inocencia para una generación. Hasta ahora quizás la idea de que la violencia simbólica no genera el sustrato para algo más concreto era plausible. Al menos para quienes no vivieron los horrores del siglo XX, no habían nacido en la dictadura o eran demasiado chicos en la masacre del 19 y 20 de diciembre de 2001.

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Una especie de festival irresponsable donde cualquier cosa podía ser dicha en redes sociales, donde se podía desfilar con guillotinas y horcas, donde era factible armar canales de televisión en el que la única línea editorial de sus comunicadores fuera el odio a una fuerza política o se podía hacer campaña prometiendo cárcel y quemar lugares. Se podía hacer todo eso y creer que no iba a influir en la mente de algunos que -menos equilibrados o con menos inhibiciones- podían decidir pasar a la acción directa. E incluso en eso se produjo un crescendo que fue tolerado y fomentado por algunos.

De los haters de redes se pasó a los grupos de escrache en las puertas del Congreso. Sin dudas, el sujeto que intentó disparar contra Cristina Kirchner es un emergente de esa misma lógica. La era de la indignación prescribe que la dosis que alcanza para el lunes no alcanza para el viernes. Toda expresión debe ser siempre un poco más extrema, un poco más violenta para mantenerse. Es inquietante, igualmente, que muchos de los que más azuzaron esto vivieron algunos de los momentos más violentos del pasado. Para ser claros, Ricardo López Murphy o Patricia Bullrich no pueden desconocer la consecuencia de sus prédicas.

lopez murphy

Los más esperanzados creen que tenemos una oportunidad de -al menos- restablecer los equilibrios democráticos de convivencia que nos permitieron sobrevivir como sociedad. Este editorialista se permite ser un poco más escéptico. Porque la raíz de la intolerancia es una constante ligada a la defensa de las posiciones de poder más arraigadas de la sociedad. En tanto las élites no acepten que el único modo de convivir en paz es la cesión de intereses en pos del bienestar de otros sectores y otras clases no habrá posibilidad de acuerdo.

Los llamados a la concordia y a la convivencia en la diversidad son encomiables pero vacíos si no se discute la base material del problema. En buen romance, todos estamos de acuerdo en que queremos una mejor Argentina pero el modo de lograr eso y lo que en definitiva significa un mejor país no es igual para un obrero metalúrgico que para el accionista mayoritario de una empresa transnacional o un terrateniente de la pampa húmeda.

Las tensiones sólo pueden administrarse de un modo sensato si quienes más tienen aceptan entregar algo de eso en favor del bien común. Hasta que eso no suceda los equilibrios vinculados a la resolución pacífica de los conflictos seguirán siendo inestables. El eslogan “democracia o corporaciones” parece alejado del ataque a la vicepresidenta. Pero si entendemos que muchos de esos conglomerados económicos son los patrocinadores de ciertos discursos mediáticos o carreras políticas estamos más cerca de encontrar las relaciones profundas de la tragedia que estuvo a punto de suceder el jueves por la noche en Recoleta.

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