Desde esta concepción ideológica surgió la ley 26.657 llamada Ley Derecho a la Protección de la Salud Mental, es una ley promulgada en diciembre de 2010 cuyo objetivo según declara en su artículo primero es: “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental que se encuentran en el territorio nacional, reconocidos en los instrumentos internacionales de derechos humanos, con jerarquía constitucional”
En el mundo científico, es conocido el dicho que cuando se junta ciencia con ideología, siempre pierde la ciencia, a lo que podríamos agregar que cuando pierde la ciencia, pierde el ser humano, ergo perdemos todos.
Lamentablemente, Foucault ya no está entre nosotros para ofrecer su mirada, pero sería oportuno preguntarles a sus seguidores qué tienen para decir sobre la tragedia de Villa Crespo. Allí, Laura Leguizamón, una mujer con antecedentes psiquiátricos, asesinó brutalmente a su esposo y a sus dos pequeños hijos antes de quitarse la vida.
Los familiares confirmaron que estaba bajo tratamiento psiquiátrico y que, al parecer, había abandonado la medicación semanas antes. ¿Dónde estuvo el sistema de salud mental que debía contenerla y evitar esta catástrofe? En nombre de una libertad mal entendida, muchas veces se priva al paciente de los cuidados necesarios, y a la sociedad de la protección básica que merece. ¿Hasta cuándo vamos a seguir justificando la inacción con teorías que no resisten la prueba de la realidad? Esta masacre no fue un hecho aislado: fue la consecuencia de un sistema que sigue fallando.
Es cierto que no podemos afirmar con absoluta certeza que una internación habría evitado la tragedia, pero hay algo que no podemos ignorar: Laura atravesaba una crisis psiquiátrica aguda y estaba en su casa, sin la contención adecuada. ¿No era ese el momento clave para una intervención más profunda? La pregunta es inevitable: ¿y si se hubiera intervenido a tiempo? Tal vez hoy estaríamos contando otra historia.
Seguir mirando para otro lado, escudándonos en el respeto a la autonomía del paciente sin ofrecer una red real de asistencia, es un error que estamos pagando con vidas. Es hora de dejar de romantizar la no intervención y de construir un sistema que esté presente cuando más se lo necesita.
Este caso ha reavivado el debate sobre la Ley de Salud Mental y la dificultad para internar a pacientes con trastornos severos.
Un grupo de legisladores impulsó un proyecto de ley para establecer la Emergencia Nacional en Salud Mental en Argentina por un período de dos años, con vigencia hasta el 31 de diciembre de 2027. La propuesta, respaldada por más de diez diputados de diversas bancadas, tiene como objetivo abordar la profunda crisis que afecta el sistema de atención en salud mental en el país.
Hagamos memoria. Es fundamental revisar el impacto que ha tenido la Ley de Salud Mental en nuestra sociedad.
Desde su origen, esta norma generó una ruptura preocupante: sacó a la enfermedad mental del ámbito médico, dejando de lado la voz de quienes más conocen del tema.
Durante su tratamiento, ni un solo estamento científico ni las sociedades médicas especializadas fueron consultados. La ley fue diseñada y promovida casi exclusivamente por psicólogos, abogados y actores políticos, sin el respaldo ni la experiencia de los psiquiatras.
El cambio fue profundo. El diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales, que hasta entonces eran competencia del médico psiquiatra, pasaron a quedar en manos de equipos interdisciplinarios. Y aunque la mirada integral es valiosa, resulta inquietante que la ley coloque en pie de igualdad a profesionales, técnicos y otros trabajadores “capacitados”, permitiendo que personas sin formación médica puedan intervenir en decisiones clínicas complejas. ¿De verdad podemos aceptar que un técnico tenga la misma autoridad diagnóstica que un médico especializado?
Pero hay más. Según la ley, toda persona internada involuntariamente tiene derecho a designar un abogado —algo que en principio suena justo—, pero lo alarmante es que ese defensor puede oponerse a la internación y exigir la externación en cualquier momento. ¿Con qué criterio? ¿Bajo qué parámetros clínicos puede un abogado decidir sobre la continuidad o no de un tratamiento médico?
Bajo la sospecha de que los hospitales psiquiátricos eran espacios sistemáticos de violación de derechos humanos, se prohibió por ley la creación de nuevas instituciones monovalentes, tanto públicas como privadas. Los hospitales especializados, pieza clave para el tratamiento de los cuadros más graves, quedaron condenados a su desaparición progresiva, reemplazados por "dispositivos alternativos" que en muchos casos jamás se crearon o no están en condiciones de brindar la atención requerida.
La ley ordena, además, que toda internación se realice en hospitales generales. Pero lo cierto es que estos establecimientos, ni en su momento ni hoy, cuentan con la infraestructura ni el personal capacitado para abordar los desafíos propios de la salud mental.
El resultado es evidente: pacientes desatendidos, familias desbordadas y un sistema de salud cada vez más impotente frente a crisis que sí se podrían prevenir. Como ejemplo, basta recordar el caso, en noviembre de 2014, del camillero que murió en el hospital Posadas tratando de evitar que se suicidara un paciente psicótico, y cayó con él desde la terraza.
Es momento de preguntarnos con honestidad: ¿a quién estamos protegiendo con esta ley? ¿Y cuántas tragedias más necesitamos para animarnos a revisar lo que no funciona?
A más de diez años de la sanción de esta ley, los resultados distan de ser los esperados: lejos de garantizar una mejor atención para los pacientes psiquiátricos, su aplicación ha expuesto profundas falencias del sistema. Lejos de proteger, ha desamparado.
Hoy vemos cómo, en nombre de los derechos humanos, se ha dejado a miles sin ningún derecho real: personas con padecimientos mentales deambulan por las calles, invisibilizadas y abandonadas, víctimas de un modelo que priorizó la teoría por sobre la realidad.
IA estrés
Esta situación representa un riesgo para la salud física y mental, por lo que muchas personas buscan métodos efectivos para contrarrestarla.
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La reducción de camas para internación, que debía ir acompañada por la creación de instituciones intermedias —fundamentales para contener a jóvenes atravesados por el consumo problemático de drogas—, nunca fue compensada. Esta omisión no es menor: es una deuda urgente, palpable y dolorosa, que exige respuestas concretas y un cambio de rumbo impostergable.
Las familias que conviven con un ser querido con padecimiento psiquiátrico viven una realidad tan silenciosa como desgarradora. Están solas.
No se trata de eludir responsabilidades ni de “sacarse de encima” al paciente, sino de reconocer una verdad incómoda: nadie está verdaderamente preparado para enfrentar, sin apoyo, el desafío diario de convivir con un enfermo mental.
La consecuencia es doblemente trágica: el paciente no recibe la atención profesional que necesita, y la familia, abrumada, termina emocionalmente devastada, atrapada en un desgaste que también enferma.
Este abandono no puede seguir siendo normalizado. Es urgente construir un sistema que acompañe, que contenga, y que no deje a las familias libradas a su suerte.
No se trata de volver a los viejos modelos de encierro ni de negar los avances en derechos humanos. Se trata de encontrar un equilibrio. De volver a poner el foco en el paciente y en su familia, en su sufrimiento real, y en las herramientas concretas que necesitamos para tratarlo con humanidad, pero también con eficacia.
Es hora de reformar la Ley de Salud Mental. De convocar a los verdaderos expertos. De escuchar a las familias. De mirar de frente una realidad que duele. Porque cuando el sistema falla, no falla en abstracto: falla sobre cuerpos concretos, sobre vidas que podrían haberse salvado. Y cada tragedia que pudo haberse evitado, es una deuda que como sociedad no podemos permitirnos seguir acumulando.
La salud mental está en emergencia. Ya no se trata de una advertencia, sino de una realidad que golpea con fuerza todos los días. No podemos seguir mirando para otro lado mientras miles de personas sufren en silencio, sin acceso a una atención adecuada, sin contención real.
Es hora —y ya llega tarde— de que se dé, de una vez por todas, el debate profundo y valiente que como sociedad nos estamos debiendo. Porque no se trata solo de cambiar leyes o presupuestos: se trata de poner en el centro la dignidad de los que sufren y sus familias.
La salud mental no puede seguir siendo el último renglón de la agenda pública. Silenciar este debate es condenar al abandono a quienes más necesitan ser acompañados.