Gatillo fácil: cuando la bala policial mata y el silencio social ejecuta por segunda vez
No son excesos, es un sistema. El asesinato de un joven por escuchar música fuerte en Navidad pone bajo la lupa el recrudecimiento de la violencia estatal y la peligrosa validación de una sociedad que pide "bala" ante la pobreza. Las cifras de una realidad que no deja de sangrar.
Bajo el gobierno de Milei no hubo confusión ni desborde: hubo decisión política. Se avanzó, paso a paso y sin disimulo, en la desarticulación del sistema de derechos y garantías.
El gatillo fácil tiene un doloroso y largo historial en la República Argentina y volvió a incrustarse en la realidad cruda de un barrio pobre el 25 de diciembre pasado, cuando un policía de la Ciudad asesinó a quemarropa a Juan Gabriel González. Juan Gabriel cometió el delito de escuchar música un poco fuerte. Por eso “cayó la poli”.
Hay un video que lo muestra descalzo, con el torso desnudo, manteniendo una pelea acalorada con varios efectivos. El registro es elocuente: no estaba armado. A los pocos minutos de iniciada la escena llega un móvil policial. Desde el asiento del acompañante baja un hombre armado que, sin mediar palabra, levanta el arma, apunta y dispara. Lo fusila a quemarropa. Juan Gabriel cae herido, inconsciente, y permanece allí, esperando durante dos horas, una atención médica que llegó demasiado tarde
La secuencia no deja margen para interpretaciones benévolas ni permite que se cuele el relato oficial. Las grabaciones de los celulares de los vecinos no solo exponen con claridad la escena, sino que revelan incluso el rostro del ejecutor.
La realidad del gatillo fácil atraviesa a la Argentina desde hace décadas, pero hacia fines de los años sesenta alguien decidió ponerle nombre. Fue Rodolfo Walsh, quien se abocó a investigar el entramado delictivo de la Policía Bonaerense y la definió sin rodeos como “la secta del gatillo alegre”. No hablaba de excesos individuales ni de errores operativos. Hablaba de un sistema, montado sobre la violencia armada, la corrupción estructural y la protección política y judicial. Una fuerza que no combatía el delito: lo administraba.
En 1969, desde el Semanario La CGT de los Argentinos, Walsh lanzó una definición:
“Es una jauría de hombres degenerados, un hampa de uniforme, una delincuencia organizada que actúa en nombre de la ley; la secta del gatillo alegre es también la logia de los dedos en la lata”.
Años después, ya en democracia, alguien entendió que “alegre” sonaba demasiado liviano, casi festivo. Fue León Zimerman, abogado de derechos humanos y uno de los fundadores de CORREPI, quien decidió cambiar el término por “gatillo fácil”. No buscaba una etiqueta ingeniosa, sino provocar reacción social, fijar en el inconsciente colectivo la crueldad de lo que estaba ocurriendo. No era una denominación: era una denuncia.
El concepto apuntaba a describir la facilidad con la que las fuerzas de seguridad disparan contra jóvenes pobres, generalmente varones, que habitan barrios populares y que, en su enorme mayoría, se encuentran desarmados. En esas escenas del crimen, tanto los hechos como las causas de muerte suelen ser tergiversados. En muchos casos se plantan pruebas, se inventan enfrentamientos, se reescriben actas. Todo vale con tal de justificar la ejecución.
La diferencia que hoy marcan casos como el de Juan Gabriel —o el de Pablo Grillo— es que los vecinos filman, graban con sus celulares y que, muchas veces, las cámaras de seguridad barriales registran cada movimiento, permitiendo reconstrucciones minuciosas. Están más expuestos. Aunque eso no siempre alcance. Aunque no siempre los hechos salgan a la luz. Aunque no siempre los testigos se animen a hablar.
Hubo un punto de quiebre. Llegó el viernes 8 de mayo de 1987, a las 19 horas, en Ingeniero Budge, partido de Lomas de Zamora.
Tres pibes —Agustín Olivera, Oscar Aredes y Roberto Algañará— estaban tomando cerveza en una esquina cuando efectivos de la Policía Bonaerense los acribillaron e intentaron montar un enfrentamiento. No pudieron hacerlo porque el barrio habló, se organizó y tiró por tierra el relato oficial.
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La comunidad barrial luchó contra lo que fue considerado el primer caso de gatillo fácil en democracia, aunque probablemente haya habido muchos otros antes, silenciados por la amenaza y el miedo. Los responsables fueron condenados y cumplieron sus penas. El caso dejó una enseñanza decisiva: sin organización comunitaria, el gatillo fácil queda enterrado bajo actas policiales falsas. En el calendario, se señaló el 8 de mayo como el Día Nacional de Lucha contra la Violencia Institucional porque la calle lo impuso.
Con el paso de los años quedó claro que aquello no era un caso aislado, sino una práctica sistemática. Comenzaron a emerger historias donde distintas fuerzas de seguridad —no solo la “maldita policía” bonaerense— aparecían vinculadas al delito, muchas veces protegidas por el poder político. Los nombres confirman el patrón, aun cuando en muchos casos haya primado la impunidad: María Soledad Morales, José Luis Cabezas, Walter Bulacio, Natalia Melmann, Ezequiel Demonty, Miguel Bru, Lucas González, David Campos, Manuel Medina, Kosteki y Santillán, entre muchos otros. A ellos se suman infinidad de muertes en comisarías, desapariciones seguidas de muerte y falsos suicidios.
Un repaso veloz por datos y estadísticas, a lo largo de los años, alcanza para ofrecer un pantallazo:
Entre 1998 y comienzos de los 2000, casi 4.000 causas judiciales involucraron a policías por abusos o gatillo fácil: cerca del 10% del total de la fuerza bonaerense. En 2002, una encuesta advertía que la corrupción policial era percibida como la principal causa de la inseguridad, por encima de la pobreza y el desempleo, y que el 80% de la población no se sentía protegida por la policía. La Procuración General de la Corte detectó los mayores vínculos entre policía y delito en San Isidro, Lomas de Zamora, La Matanza y Morón, y certificó además que las denuncias contra policías habían aumentado un 40%. Casualidades que se repiten.
Lejos de revertirse, con los años, la violencia estatal se profundizó. En 2020, el relevamiento anual de CORREPI registró 537 personas asesinadas por fuerzas de seguridad en todo el país: fusilamientos, muertes en detención, femicidios cometidos por uniformados y desapariciones seguidas de muerte. En apenas cinco años, la Policía de la Ciudad mató a 121 personas en casos de gatillo fácil. El asesinato de Lucas González, el 17 de noviembre de 2021, volvió a desnudar el núcleo del problema: prejuicio, impunidad y —lo más grave— un discurso político estigmatizante y habilitante.
Y el presente no trajo freno. Aceleró los tiempos.
Bajo el gobierno de Milei no hubo confusión ni desborde: hubo decisión política. Se avanzó, paso a paso y sin disimulo, en la desarticulación del sistema de derechos y garantías. Se creó un Ministerio de Seguridad alineado con doctrinas y exigencias del Tío Sam; se impuso un protocolo antipiquetes que más que ordenar busca disciplinar; se reformuló el reglamento de uso de armas para habilitar disparar por la espalda a personas desarmadas o en fuga; se sancionó una Ley Antimafia que permite allanamientos sin orden judicial y detenciones sin defensa durante 30 días; se endureció el sistema de reincidencia para bloquear excarcelaciones sin condena; se empuja la baja de la edad de punibilidad a los 14 años; y se reformaron las fuerzas de seguridad por decreto, amparadas en facultades delegadas que vacían al Congreso de sentido. Un cambio de régimen en clave represiva.
Las consecuencias no son teoría. Son estadísticas compiladas por CORREPI, con nombre y apellido: más de 1.000 personas asesinadas por el aparato represivo estatal en dos años; crecimiento exponencial del gatillo fácil y de las muertes en lugares de detención; 19 femicidios cometidos por uniformados solo en 2025; 250 personas detenidas y criminalizadas por protestar en CABA; más de 1.500 heridos en movilizaciones; trabajadores de prensa reprimidos de forma sistemática.
Nada de esto es desborde. Es una política. Y como toda política, tiene responsables.
Claro esta que esto no solo sucede por quien nos gobierna, sino también porque hay una sociedad que avala la violencia desde que festeja la mano dura; una sociedad que aplaude y no duda en estigmatizar la pobreza pidiendo bala cuando el hambre y la pobreza molestan su paisaje.
Son los mismos que miran para otro lado cuando la bala entra.
El gatillo fácil necesita policías dispuestos, gobiernos que habiliten y una mayoría que calle. Cuando eso se combina, la muerte deja de ser un crimen y pasa a ser método. Después ya no es solo violencia institucional, se convierte en violencia social en la que hay un nuevo actor que la valida, un cómplice social que ejecuta a sus compatriotas acompañando los asesinatos con el silencio.