Crisis del 2001: la herida que no cierra y el deber de no repetir el horror

Del "corralito" de Cavallo a la represión sangrienta de Plaza de Mayo, un repaso por las causas que empujaron al país al abismo. Cuando las recetas económicas del pasado regresan, recordar los nombres de las víctimas se vuelve un acto de defensa del presente.

Hay fechas que no se guardan en la memoria: se quedan al acecho. No envejecen, no se cierran, no aceptan el archivo prolijo del pasado. Vuelven. Aparecen cuando la historia empieza a parecerse demasiado a sí misma. No porque alguien fuerce analogías, sino porque los rasgos son inquietantemente similares.

El 19 y 20 de diciembre de 2001, la Argentina se rompió. Y nos dejó una certeza tan tranquilizadora como falsa: que eso no podía volver a pasar, que nadie volvería a creer el mismo cuento narrado en tonos diferentes.

Se suponía que atrás quedaban las promesas inconclusas de la “Revolución Productiva”, de las relaciones carnales con Estados Unidos y del uno a uno presentado como la salvación eterna y jamás consolidada.

Pero la historia no se va: se analiza, se desmenuza, se conoce. Y cuando las respuestas a los problemas de siempre vuelven a ser recetas que ya fracasaron —y ni siquiera se reconoce ese fracaso—, la memoria deja de ser nostalgia para convertirse en advertencia. Hoy las alarmas están encendidas, en alerta. Porque aun con muchos de los testigos vivos, el recuerdo ya no parece funcionar como prevención. Algunos datos precisos señalan que podríamos estar avanzando para chocar con la misma piedra con la que impactamos varias veces. Es que Diciembre de 2001 huele a una economía convertida en trampa.

Es cierto que el punto de no retorno fue el corralito, anunciado el 2 de diciembre por el ministro de Economía Domingo Cavallo que restringió el acceso de la gente a su propio dinero a $250 pesos o su equivalente en dólares de modo semanal. Pero creer que todo empezó ahí es una forma cómoda de mentirse.

cavallo convertibilidad

El estallido venía gestándose desde hacía años. Latía. Se incubaba en una recesión prolongada, en el desempleo estructural que empujaba a millones a la pobreza, en el endeudamiento constante bajo la tutela del Fondo Monetario Internacional que en el afán de demorar la agonía desembocó en el afamado Megacanje de Sturzenegger, y en el Blindaje. Solo tretas para alargar plazos en la tragedia que se avecinaba.

Los años noventa habían sido los de formación del movimiento piquetero moderno, cuando en junio de 1996 los despedidos de la privatizada YPF cortaron la Ruta Nacional 22. Desde entonces, la protesta social fue permanente. En el intento de frenar el impulso obrero se instaló la idea de criminalizar la protesta por lo que la justicia penal declaró ilícitas las manifestaciones habilitando la represión nacional o provincial a través de Policía o Gendarmería. El resultado fue tan previsible como sangriento: varios trabajadores fueron asesinados mientras reclamaban. Una maquinaria imposible de detener una vez puesta en marcha y que incrementaría su violencia con el paso del tiempo.

El 29 de noviembre de 2001 fue el principio del fin.

El FMI negó un nuevo desembolso y la fuga de capitales terminó de hundir al sistema bancario. El Blindaje Económico —anunciado con euforia el 22 de diciembre de 2000 por el gobierno de Fernando de la Rua, por una cifra cercana a los 40 mil millones de dólares— no estabilizó nada. Muy por el contrario profundizó la crisis. Solo se pagó deuda y, a cambio, se nos exigió más ajuste. Los expertos del Fondo Monetario pedían avanzar en la reestructuración de PAMI y ANSES poniendo en jaque no solo la edad jubilatoria, que pretendían aumentar, sino también la eliminación de la Prestación Básica Universal.

El clima social se tornó irrespirable. El corralito se convirtió en el manotazo de ahogado para frenar la fuga por goteo, reteniendo los depósitos de los ciudadanos. Siempre quedó flotando una sospecha nunca despejada: los mas adinerados, aquellos con contactos, habían podido fugar o rescatar su dinero antes de la medida, manejando información privilegiada, lo que a todas luces constituía un delito. Pero a nadie pareció importarle.

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Diciembre se convirtió en un caldero en plena ebullición. Diciembre se convirtió en un caldero en plena ebullición.

El 13, las centrales sindicales convocaron a una huelga general masiva. El desempleo rondaba el 18%. La pobreza alcanzaba al 46% y la indigencia al 13,1%, golpeando sobre todo a niños y jóvenes.

La noche del 19, De la Rúa intentando mantenerse en el poder, decretó el estado de sitio, suspendiendo garantías constitucionales y aunque luego diría que fue “simbólico”, la gente no lo leyó así.

Minutos más tarde, millones salieron a las calles. La bronca se estrelló contra el fondo de las cacerolas, el país estaba decidido y se sobrepuso al miedo.

Es que cuando falta el trabajo y la comida se hace escasa, la calle deja de ser opción y se vuelve destino. Y la gente salió en busca de las respuestas que el Gobierno no le daba. Unos clamaban por el dinero incautado, los otros por un trabajo o una porción de comida: Piquete y Cacerola la lucha es una sola. Finalmente frente a Casa Rosada la consigna resumió la furia: Que se vayan todos.

Con el paso de las horas se convirtió en una noche sangrienta de represión brutal, extendida a todos sin distinción de edad o condición: Capital Federal, el conurbano bonaerense, Rosario, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Corrientes, Tucumán, Río Negro.

Para el 20 de diciembre, la violencia alcanzó su punto máximo en lo que luego se llamó la Masacre de Plaza de Mayo.

Recordar a las madres de Plaza de Mayo haciendo frente a la policía montada solo tomadas de sus brazos o rodeadas de oficiales que las acechaban, aun hiela la sangre y enciende la furia.

Los manifestantes empezaron a caer bajo la represión mientras el gabinete no encontraba más salida que la renuncia dejando solo a un presidente que no comprendía la realidad. Esa tarde firmó su dimisión y se fue. El país entró en un vacío inédito: cinco presidentes en once días.

Y aunque ninguna narración pueda empardar la vivencia de quienes estuvieron allí y de quienes fuimos testigos, hay un deber que no admite excusas: recordar. Es necesario nombrar a las personas asesinadas por la represión estatal porque decir sus nombres no es un gesto ritual sino que es memoria activa:

Diego Ávila, Victor Ariel Enriquez, Julio Hernán Flores, Roberto Agustín Gramaje, Pablo Marcelo Guías, Cristian Legumbre, Damian Vicente Ramirez, Mariela Rosales, Ariel Maximiliano Salas, José Vega, Carlos Manuel Spinelli, Graciela Acosta, Ricardo Alvarez Villalba, Walter Campos, Juan Delgado, Yanina García, Claudio “Pocho” Lepratti, Miguel Pacini, Rubén Pereyra, Sandra Ríos, Carlos Almirón, Gustavo Ariel Benedetto, Diego Lamagna, Alberto Márquez, Gastón Marcelo Riva, Rubén Aredes, Jorge Cárdenas, Romina Iturain, Rosa Eloísa Paniagua, José Daniel Rodríguez; Sergio Miguel Ferreira, David Ernesto Moreno, Sergio Pedernera; Ramón Alberto Arapi, Juan Alberto Torres, Luis Alberto Fernández, Elvira Avaca.

Es cierto que hubo juicios y también algunas condenas, pero la impunidad terminó imponiéndose en varios casos. Nunca se investigó de manera integral la responsabilidad política por la represión y tampoco la cadena de mandos. El ex secretario de Seguridad Enrique Mathov, uno de los principales responsables operativos, que fue condenado tras 23 años de juicio a 4 años y 3 meses de prisión , cumple hoy domiciliaria en un barrio privado, amparado en su edad y estado de salud, con una condena que se dará por cumplida en 2028. Una pena que, aun en ejecución, suena a muy poco frente a la gravedad de los crímenes cometidos.

El ex jefe de la Policía Federal Rubén Santos condenado a 3 años y 6 meses, murió en enero de 2025 mientras también cumplía prisión domiciliaria.

El contraste entre la magnitud de la represión y la levedad de las sanciones vuelve a dejar una certeza incómoda: si bien hubo condenas, queda la sensación de que falto rigurosidad en las sentencias.

Lo que deseo que quede en claro en este relato es que el 19 y 20 de diciembre no fueron un accidente ni una anomalía histórica: fueron el resultado lógico de un modelo que expulsó, empobreció y reprimió. No fue “la gente” la que se desbordó, fue un Estado que eligió proteger números antes que vidas. Y cuando eso ocurre, la democracia se vacía, pierde su sentido.

Nombrar a las víctimas, recordar la represión, señalar la impunidad es mirar hacia atrás con el fin de defender el presente. Porque cuando el ajuste vuelve a presentarse como única salida, cuando la protesta se criminaliza y la desigualdad se naturaliza, la historia no avanza: regresa. Y siempre lo hace con el mismo precio.

El país no se cayó solo en diciembre de 2001. Lo empujaron. Y saberlo —decirlo, escribirlo, discutirlo— es la única manera de impedir que, otra vez, nos vuelvan a empujar. Una sencilla manera de exorcizar los demonios, para que no regresen.