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Mientras Argentina sigue atrapada en sus dilemas recurrentes, el gigante asiático avanza con un modelo híbrido y eficaz que desafía las categorías de Occidente. Con planificación estatal, desarrollo tecnológico y un renovado esfuerzo comunicacional, China marca el rumbo global sin necesidad de imponer su camino.
Enviado especial
Más de 19.000 kilómetros y 11 husos horarios nos separan de China. Pero más allá del mapa y del reloj, lo que realmente nos divide es una brecha de tiempo simbólica: mientras en Argentina debatimos crisis cíclicas, planes de ajuste y modelos fallidos, China avanza con una agenda de desarrollo sostenido que parece situarla al menos dos décadas por delante.
En ese país que está 11 horas “adelantado”, también el futuro parece haber llegado antes. La infraestructura, el poder industrial, los avances tecnológicos y la capacidad de planificación a largo plazo muestran una versión del capitalismo que, paradójicamente, es comandada por el Partido Comunista Chino. A eso lo llaman “socialismo con características chinas”, un modelo híbrido que, pese a todas las etiquetas que Occidente quiera ponerle, hoy es el más exitoso en términos económicos, de estabilidad social y proyección global.
Desde la producción de bienes de consumo que inundan los mercados del mundo, hasta la sofisticación en inteligencia artificial, robótica, energías limpias o transporte urbano, China se consolidó como la gran fábrica del siglo XXI. No solo abastece al mundo: también lo diseña. La velocidad con la que sus ciudades crecen, la calidad de su tecnología y la magnitud de sus inversiones en ciencia e innovación, son difíciles de dimensionar desde una mirada occidental, muchas veces teñida de prejuicios.
Porque el problema es ese: desde Argentina -y desde buena parte de Occidente- seguimos viendo a China con anteojos del siglo pasado. La imagen de un país gris, cerrado, con millones de trabajadores sometidos y sin libertades, no solo está desactualizada, sino que es profundamente errónea. Hoy, China es una nación pujante, moderna, con un fuerte sentido de identidad y orgullo colectivo. Su clase media crece, sus ciudadanos viajan, estudian, consumen y se proyectan al mundo, aunque sin necesidad de copiar modelos ajenos.
Por eso, el gobierno chino, liderado por Xi Jinping, entendió que no basta con hacer las cosas bien: también hay que mostrarlas bien. En un mundo atravesado por las redes sociales, la posverdad y la desinformación, China intenta construir una nueva narrativa, más cercana y comprensible para los públicos extranjeros. Es un esfuerzo por reposicionar su imagen sin caer en lógicas colonizadoras ni hegemonías culturales.
En lugar de imponer su modo de vida, China busca compartirlo. Y lo hace desde una perspectiva que no se basa en invadir ni condicionar, sino en cooperar. El futuro que imagina está basado en la inteligencia artificial, el cuidado del medio ambiente y el respeto por la diversidad de caminos al desarrollo. No es poco en un mundo donde las potencias tradicionales todavía luchan por mantener viejos privilegios.
Quizás sea tiempo de ajustar el reloj no solo para saber qué hora es en Beijing, sino para entender en qué momento del mundo estamos parados. China, guste o no, es el presente... y el futuro también.