El atentado a Cristina Kirchner: la patria sin otros

El intento de asesinato a la expresidenta es un punto de inflexión en nuestra historia reciente. Abrió una nueva etapa marcada por la ruptura del pacto democrático, el incremento de los discursos de odio y la consolidación de una épica reaccionaria.

La democracia es un sistema de gobierno, un conjunto de valores pero también una práctica social. En este último punto radica gran parte de su potencia, una sociedad es más democrática en la medida que esta práctica es parte de la vida cotidiana, se hace presente en nuestras acciones más simples, es al fin de cuentas una forma de convivencia diaria, una manera de ejercerla más allá de los tiempos electorales.

Sin embargo la lógica "la bala que no salió y el fallo que si saldrá" produjo una ruptura en la pacto democrático que los argentinos y las argentinas iniciamos en 1983. Puso en cuestión los consensos sobre los pisos de la convivencia democrática en nuestro país, que se había organizado desde la vuelta de la democracia sobre una serie de acuerdos: el rechazo pleno a cualquier tipo de violencia política y al terrorismo de Estado, la vigencia sin atenuantes de los derechos humanos y la democracia representativa como forma deseable de gobierno.

A medida que la democracia se fue consolidando la concentración mediática fue “apropiándose” de las agendas y del contenido de ella, fue formateándose como guardián del sistema. “Lo democrático” y su opuesto estaba delimitado para la decisiónde un monopolio mediático. Todos los ordenamientos democráticos fueron viciados por los medios del poder económico que se arrogaban (y lo hacen aún hoy), del derecho a decirnos a los argentinos cómo, con quiénes y bajo qué parámetros fortalecer nuestro sistema.

La narrativa periodística, como nunca antes, se consolidó como el relato del poder que sin disimulo comenzó a mover sus piezas de tal forma que se adueñó del tablero del “sentir social”, se adueñó porque lo dominó y con él a quienes lo abrazaron como propio. En ese andar manipuló, entre otros, los conceptos de víctima y victimario, haciendo de la emocional más primitiva una manera de accionar.

El odio fue quien comenzó a conducir un proceso silencioso en nuestra sociedad cuyo primer desenlace fue el atentado. El intento de magnicidio a Cristina Kirchner tuvo sin duda autores materiales que hoy están siendo juzgados, y autores intelectuales a los cuales nadie investiga. En esta última autoría debemos incluir, sin temor, a los medios monopólicos de comunicación.

Fueron ellos quienes generaron el contexto para que un “alguien cualquiera” se atreviera a dispararle a centímetros del rostro de la ex presidenta. Ellos fueron legitimando desde sus tapas y sus micrófonos el “acabar con la vida” de alguien que era la responsable de todos los males. ¿Cómo va a estar mal querer deshacerse del demonio? Aquella tenebrosa frase que se repetía durante la dictadura militar, “algo habrá hecho” no solo justificaba un hecho semejante sino que fue el análisis de algunos periodistas luego del atentado, “Cristina debe pensar que habrá hecho para generar esto…” afirmó una intelectual de basurero que suele visitar los medios.

El “ser antikirchnerista” era, per sé, ser una humanidad del bien, republicana y democrática que en pos de esa democracia debía erguirse como un verdadero patriota y enfrentarlo. Por lo tanto “la bala que no salió pero el fallo que sí saldrá“ fue, ante el fallido atentando, el certificado de la continuidad de una acción iniciada mucho antes que no pensaba abandonar su objetivo.

Cristina atentado

Lo cierto es que desde aquel 1° de septiembre, hemos visto potenciarse discursos y prácticas políticas y sociales que vienen a cuestionar radicalmente los acuerdos y los límites que definen aquello que es posible decir de modo público en democracia. Sea por reacción a las deudas de la democracia o por las incertidumbres que genera la crisis económica, la irrupción del odio, como afecto-político, como discurso social y como práctica política, establece una forma de intervención en el espacio público que no solo se propone la segregación de un grupo de personas por identidad, sino que pone en duda la posibilidad de la deliberación democrática (en su más amplio espectro) como forma de organización de la vida en común en nuestra sociedad.

A partir del intento de magnicidio se habilitaron y legitimaron una serie de prácticas sociales autoritarias y crueles. La falta de una respuesta contundente por parte del gobierno de Alberto Fernández y de sectores políticos tanto del oficialismo como de la oposición impidió que se marque un punto de inflexión, que se construya un cordón sanitario para aislar a la extrema derecha y evitar nuevos atentados políticos. Por el contrario se abrió la puerta al miedo, la fragmentación social y al retroceso de los activismos.

La mezquindad política, la falta de comprensión historia y hasta la subestimación del hecho por parte de la dirigencia en su totalidad le quitaron al hecho su gravedad y su impronta. No había dudas que el hecho había sido un punto de quiebre pero se prefirió evitar semejante instancia histórica para transformarlo en un hecho delictivo más, resultado de un accionar individual desequilibrado.

Muchos no se quisieron hacer cargo de lo que significaba que la democracia haya estado a punto de quebrarse definitivamente. Eso requería de un compromiso tal que a muchos los sacaba de su lugar de comodidad. Era muy incómodo aceptar que la bala tarde o temprano nos perforaba a todos. Pero no fueron sólo los dirigentes, las instituciones del sistema tampoco lo hicieron y una gran porción de la sociedad prefirió verlo como un hecho más y jugar a su posible falsedad por no asumir que por acción u omisión se era parte.

En este escenario las nuevas derechas envalentonadas por sus crecimientos electorales apostaron a desconocer la gravedad de los sucedido, banalizar sus consecuencias y lo que es peor aún convocar a la sociedad a ser parte de una renovada épica reaccionaria, en cual todo vale, en donde odiar es correcto porque hay motivos racionales para hacerlo.

Promover la teoría de “loquito suelto” de Sabag Montiel fue una manera eficaz para encubrir las consecuencias reales de estos discursos de odios que se promueven mediante la violencia simbólica, física y psicológica.

Pero hay algo más. Aquel día evidenció lo hondo que han calado las fakenews y la posverdad en nuestra sociedad. Las versiones "del auto atentado" o de un “atentado falso” para desacreditar a la víctima marcaron la hoja de ruta de los verdaderos autores intelectuales

Muchos sectores de la población siguen creyendo que el atentado nunca existió. Hace poco la Universidad de Harvard difundía un estudio cuyos resultados mostraban que estamos en un momento de la historia en la cual se consumen más noticias falsas que verdaderas. Las fake news ya son algo más que noticias falsas, básicamente porque plantean un escenario de posverdad, donde la apariencia de la verdad vale más que la verdad misma. Incluso puede no existir la verdad ni la mentira porque de lo que se trata es de apostar a las emociones, a los eufemismos y a las sensaciones con las que se asocia al contrincante.

Si el filósofo Nietzsche acuñó la famosa frase de que lo que importa no son los hechos sino sus interpretaciones, ahora ya ni siquiera es necesario que existan los hechos.

Como si fuese poco la versión criolla estuvo acompañada por una campaña mediática promovida por los medios hegemónicos, el poder judicial y el poder económico concentrado para culpabilizar a la propia víctima de lo sucedido, para castigar a la propia militancia por haberla defendido.

No es casualidad. De los autores los autores intelectuales no podemos decir nada porque no sabemos quiénes son ya que son personas que la justicia no quiere investigarlos. Pero lo que si podemos decir es cuáles son algunos de sus motivos.

Detrás del atentado se esconde lo que siempre molestado de Cristina de esos otros que su figura representa. Ampliación de derechos, justicia social, conquistas sociales, no ser mascota del poder, por citar solo algunos elementos. Pero hay algo más y es instalar la idea de que para que la argentina “vuelva a ser país moral” hay que eliminar a esos otros que lo impiden. A esos otros que no son como nosotros. Y esos otros pueden tener distintas representaciones.

Todo un repertorio de prejuicios y estereotipos. "Negros" "kukas" "peronchos" "planeros", “yegua”, en el fondo prima una lógica binaria en donde el otro ya ni siquiera lo reconozco como un adversario pero que aun así sigue siendo un par, sino que es un amenaza, un peligro del cual solo queda deshacerse.

Son discursos violentos son de otro orden. Se basan en la concepción totalitaria, que apunta a la idea de una posible sutura del conflicto político y tiene como bandera la negación de la pluralidad en nombre de una unidad que se forma por la eliminación del otro.

Tienen como centro la búsqueda de la anulación, la retórica del terror, la reducción del otro visto como un enemigo con el cual no se debate ni se dialoga sino que se lo calla. Por eso se rompe el reconocimiento del otro como adversario legítimo y eso resulta en la supresión de la democracia a partir de un discurso basado en la antipolítica.

Esta situación supone a priori dos grandes riesgos para el mediano y largo plazo. El primero es que en nuestro país la democracia perdure en tanto sistema político institucional pero que crezcan la violencia política y las prácticas sociales autoritarias.

Si esto sucede no se lo puede catalogar apenas como una contradicción, sino más bien como una escisión de forma y contenido. La democracia cobra su mayor vigor cuando se expresa en las prácticas sociales, concretas y cotidianas de la ciudadanía.

El segundo riesgo supone que no solo crecen las prácticas sociales autoritarias sino que también se deteriora de forma significativa el complejo institucional democrático. Esto implica poderes que dejan de funcionar o lo hacen de forma parcial y arbitraria. Se rompe el equilibrio y la división de poderes, pero también el compromiso de esos poderes con la ciudadanía y el bien común.

Es esta democracia, la nuestra, la que supimos construir o destruir la que hoy legitima a un gobierno que hambrea a su infancia, que niega su historia, que destruye su industria, que expulsa a sus científicos, que hace implosionar nuestra educación, que persigue a sus artistas y que nos endeuda una vez más. No es otra, es la misma que fue capaz de hacer de la impunidad un manto de convivencia. La impunidad sobre los autores intelectuales del atentado a Cristina es el preámbulo de una argentina aún más violenta y cruel.

Es la “otredad” y nuestro vínculo con ella la que sigue siendo una materia pendiente y urgente en nuestra sociedad “democrática”. Nos seguimos preguntando ¿Quién mandó a matar a Cristina Kirchner? Porque la respuesta es un punto de partida para revertir esta situación y renovar el pacto democrático.

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