Bianchi planteó que el poder ya no está en los gobiernos, sino en manos de grandes corporaciones y plataformas digitales que influyen en la política, el debate público y la conciencia social. Además alertó sobre el riesgo de que el discurso "anticasta" esconda un fenómeno más profundo: la pérdida de soberanía real frente al capital global y los algoritmos.
Por último, convocó a debatir y construir poder democrático en la era tecnofeudal. "Estamos en un modelo que nos necesita conectados y consumiendo pero aislados y enfrentados. Este es el desafío de nuestros tiempos. Hay que pensar nuevos principios de la estatalidad sin la añoranza de los buenos tiempos del Estado-Nación, pero recuperando los principios de soberanía, imperio de la ley y sociedades democráticas, con dispositivos acordes a sociedades digitales y economías globalizadas", expresó.
- En en un mundo con conflictos bélicos en Europa, Asía y África; con el surgimiento de liderazgos autoritarios y tintes fascistas ¿Cuál es la situación de la democracia moderna?
- Los conflictos y tensiones geopolíticas han existido siempre. Durante décadas hemos estado al borde de guerras mundiales. Sin embargo, hasta hace un tiempo existía en Occidente un cierto acuerdo, un pacto de orden sesgado hacia sus propios intereses. La democracia lleva en sí misma tensiones entre el capitalismo, cierto imperialismo y el avance de derechos. No es un proceso lineal, pero desde la Segunda Guerra Mundial -en América Latina más consolidado desde los años 80- existía un consenso general respecto a que los derechos humanos debían respetarse o que los derechos eran conquistas progresivas. Así se crearon organismos internacionales para alcanzar acuerdos democráticos. Hoy ese modelo entró en tensión, en un declive preocupante. Vemos cómo se corre la línea de esos acuerdos que creíamos inamovibles. Ese consenso global se rompió, y en gran parte, la ruptura vino desde el norte. Por eso sentimos una gran preocupación. Hay que entender que las dos potencias que hoy se disputan la hegemonía global -tecnológica, financiera, militar- no tienen interés alguno en la democracia. Lo más alarmante es que no parece tratarse de un péndulo como estábamos acostumbrados en la historia donde se alternaban gobiernos neoliberales con otros más nacional-populares.
"Estamos en un modelo que nos necesita conectados y consumiendo pero aislados y enfrentados" "Estamos en un modelo que nos necesita conectados y consumiendo pero aislados y enfrentados"
- El exvicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, sostiene que los procesos de transformación se dan por oleadas entre gobiernos progresistas y de derecha ¿Vos no ves que en esta oportunidad esté sucediendo esto?
- En este momento estamos experimentando cambios cualitativos que nos tienen que llamar la atención. El modelo de democracia que conocíamos -aunque imperfecto- hoy enfrenta cambios estructurales, globales. Javier Milei, en este contexto, es un actor secundario dentro de un tsunami global que tiene distintas claves. Un elemento central es la crisis del Estado-nación. La democracia existe porque nuestros derechos están escritos en leyes, y el Estado tiene una infraestructura -aunque limitada- para garantizar su cumplimiento. Esto se traduce en bienes públicos, políticas, servicios, fuerzas de seguridad.
Hoy el principal actor en disputa es el propio Estado. No existe en la historia moderna democracia sin Estado. Cuando se critica a la clase política, no se dimensiona que hoy la política tiene muy poco poder. Es como un barco a vela en una época de aviones. No es que el barco no funcione, sino que el mundo cambió. La democracia funcionaba con un esquema en el que se cobraban impuestos al capital y se traducían en bienes públicos; con partidos políticos que organizaban la representación social. Ese modelo comenzó a resquebrajarse con la globalización, el neoliberalismo y los cambios tecnológicos. El actual estadio tecnofeudal -resultado de la financiarización y el avance del capital digital- le da un golpe de gracia.
- ¿Cuáles son las consecuencias del tecnofeudalismo en las economías del mundo?
- Genera niveles de desigualdad económica sustantivas que no se habían visto en al menos siglo y medio. Hay personas que a título personal acumulan una fortuna comparable al Producto Bruto Interno (PBI) de países enteros. Un claro ejemplo es Elon Musk, quien financió campañas políticas en Estados Unidos con recursos propios, en la democracia más antigua y la economía más poderosa del mundo, donde el dinero ya no sorprende a nadie. Puso 260 millones de dólares de su bolsillo y la red social más importante de debate público a disposición de Donald Trump. Los datos son contundentes: el 1% más rico acapara una parte descomunal de la riqueza mundial, mientras que el 60% más pobre se empobrece cada vez más. Esta concentración de riqueza no solo implica acumulación económica, sino también un poder de influencia sin precedentes.
En Bruselas y Washington, las principales presiones legislativas provienen de empresas tecnológicas y financieras que, en muchos casos, incluso reemplazan funciones estatales. Un caso emblemático es el de Ucrania, aliado del bloque occidental, donde Musk proporcionó satélites Starlink para sortear el bloqueo ruso. Sin embargo, cuando Estados Unidos decidió frenar el avance ucraniano sobre Crimea, ordenó apagar esos satélites, dejando al país sin soberanía sobre ese recurso estratégico.
Tradicionalmente, la democracia y el Estado garantizaban un debate público plural y libre. Hoy, gran parte de ese debate ocurre en plataformas digitales privadas que deciden qué información circula y qué queda silenciado. El problema es que solo cuatro o cinco empresas controlan las redes usadas por más del 60% de la población mundial. Existe además un fenómeno más sutil y complejo llamado “metapoder”. Ya no se trata solo de comprar influencia con dinero, sino de controlar y moldear la conciencia colectiva, construyendo sentidos comunes que configuran cómo las personas perciben la realidad y actúan en sociedad.
- Hay quienes creen que a una parte de la población ya no le interesa tanto la democracia. Incluso a principios del 2025 el Gobierno de Milei lanzó una encuesta en preguntaban a los encuestados "¿En qué país prefiere vivir? ¿En uno con un gobierno democrático que respete los derechos individuales o en un país con un gobierno autoritario que logre buenos resultados económicos?".
-Hay algo que es cierto, que tiene que ver con la crisis estructural del Estado. El Estado funciona a partir de su capacidad de recaudar impuestos, y hay una tradición en la sociología política que sostiene que la democracia es, en esencia, un contrato fiscal: los ciudadanos pagan impuestos y, a cambio, reciben bienes y servicios públicos. Pero en un mundo de economías globalizadas y capitales financieros que eluden la tributación, ese contrato se quebró. Si se le quita al Estado su base fiscal, pierde su sustento.
Hoy, la clase media y los sectores populares siguen siendo quienes más sostienen al Estado con sus impuestos. Sin embargo, reciben cada vez menos a cambio: servicios deteriorados, menor calidad de vida y un sistema que parece no responderles. El error es creer que todo esto se debe exclusivamente a que "los políticos son un desastre". En realidad, la política tiene cada vez menos poder real frente al capital global y las nuevas formas de acumulación. Aunque en términos globales la riqueza per cápita ha aumentado -en promedio un 30 o 40% en los últimos 20 años-, esa riqueza está cada vez más concentrada en manos de un sector ultra reducido, que no genera empleo ni está vinculado con los sectores productivos tradicionales. En países periféricos como los nuestros, esa desigualdad estructural se sufre con más crudeza.
Ahí entra en juego el metapoder, que es la capacidad de imponer narrativas simples y efectivas como “la culpa es de la casta”. Ese discurso desvía la atención del verdadero problema: el capital concentrado que rompe el tejido social y desbalancea el sistema democrático. La gran conquista de la democracia en el siglo XX fue haber obligado al capital a entrar en el contrato democrático: los más ricos debían aportar algo al bien común, a través de impuestos y regulaciones. Eso funcionó especialmente bien en Europa, pero también tuvo efectos positivos en países como Argentina. Hoy, ese acuerdo se rompió. El capital se retiró del contrato social. Y ahí es donde, más que nunca, deberíamos orientar nuestra energía política: no hacia la destrucción de la política, sino hacia su fortalecimiento frente a un poder económico y tecnológico que ya no reconoce límites democráticos.
- Javier Milei ganó las elecciones prometiendo pasar la motosierra sobre la casta....
- Margaret Thatcher decía: "No se equivoquen, la economía es el método, pero nuestro objetivo central es cambiar las almas y los corazones de la sociedad". Hoy, esa estrategia se actualiza con el metapoder que ejercen los algoritmos y las grandes plataformas digitales. Estas empresas no solo venden nuestros datos al mejor postor, sino que logran capturar emocionalmente nuestra atención, especialmente a través del miedo. Si el funcionamiento de nuestras democracias depende de la voluntad individual de un multimillonario, entonces estamos retrocediendo dos mil años en la historia política. La democracia solo funciona cuando el poder está distribuido y cuando la sociedad puede debatir y decidir colectivamente su rumbo. La tarea urgente de la política no es competir con esos poderes concentrados, sino recuperar la capacidad de representar intereses comunes y reconstruir un sentido compartido del futuro.
En 2011, Facebook realizó un experimento con 700.000 usuarios y confirmó lo que la psicología ya sabía: si se estimula la amígdala -el centro emocional del cerebro- con miedo o emociones intensas, se inhibe el pensamiento crítico. En ese estado, las personas reaccionan en automático. Si se les repiten imágenes de bolsos con dinero o mensajes de corrupción, terminan atrapadas emocional e intelectualmente, convencidas de que "todos los políticos son ladrones". Y ahí es donde se pierde la batalla. Lo más preocupante es el impacto sobre las juventudes.
Históricamente fueron el motor de cambio, energía creativa que desafiaba el orden establecido. Pero hoy son también las principales víctimas de esta lógica, expuestas al doble de tiempo frente a las pantallas, absorbidas por un modelo que necesita mantenernos hiperconectados, consumiendo, aislados y enfrentados para sobrevivir. Allí está uno de los grandes focos de lucha del presente: reconstruir la conciencia colectiva, recuperar el sentido crítico y volver a pensar lo común, especialmente entre las nuevas generaciones.
- ¿Milei es producto de las redes sociales?
- Él trajo una agenda que creíamos superada: ideas viejas, algunas casi extinguidas, y un enfoque económico extremadamente minoritario, pero envuelto en nuevas herramientas comunicacionales. En un contexto global de crisis democrática, sabe aprovechar al máximo las redes sociales. Es, en gran medida, un producto directo del ecosistema digital. En 2023 hicimos un análisis del gasto en publicidad digital en Argentina, y los resultados fueron contundentes: fue, por lejos, el que más invirtió en redes sociales del país, duplicando incluso al Grupo Clarín. Su presencia no se impuso desde los medios tradicionales, sino desde las plataformas digitales que hoy moldean el sentido común.
El politólogo Steven Levitsky, en "Cómo mueren las democracias", advierte que las mismas ya no caen por golpes militares, sino que se erosionan desde adentro, a través de una creciente tolerancia a la violencia, el desprecio por las reglas constitucionales y el debilitamiento institucional. Por eso me preocupa lo que pueda ocurrir después de 2027. La democracia no es un hecho dado, es un acuerdo político y social que debemos sostener activamente. Es urgente recuperar ciertos valores de convivencia y discutir, como sociedad, qué instituciones y qué prácticas queremos preservar para que nuestra democracia siga existiendo.
- ¿Cómo se recuperan esos valores en pos del fortalecimiento de la democracia?
- Primero, debemos asumir que la política enfrenta hoy un problema estructural de debilidad. No se trata simplemente de que los políticos actuales sean peores que los de antes, sino de que el sustento mismo de la democracia está en crisis. El Estado-Nación fue diseñado para un mundo analógico, con sociedades relativamente homogéneas y economías nacionales. Pero hoy, como señala Zygmunt Bauman, vivimos en sociedades líquidas, globalizadas y profundamente hiperconectadas, donde ese modelo estatal tradicional ya no tiene capacidad de respuesta. Por eso, es momento de repensar no tanto la idea de "Estado-Nación", sino la de estatalidad, en función de las nuevas correlaciones de poder. Un ejemplo concreto: hemos entregado gratuitamente nuestros datos personales a corporaciones, que ahora tienen un control sin precedentes sobre nuestras vidas. Debemos recuperar esa soberanía, militar por un Estado que proteja nuestros datos y nuestros derechos digitales.
Esto nos lleva a pensar en soberanías globales, o lo que podríamos llamar una "soberanía de los comunes". Ya no alcanza con que un Estado-Nación nos defienda: necesitamos construir, desde distintos sectores formas colaborativas de producir bienes públicos. Especialmente en el ámbito digital, donde hoy se libra una de las disputas centrales del poder. Así como en su momento los Estados construyeron caminos, escuelas y hospitales, hoy necesitamos infraestructuras digitales públicas, democráticas y soberanas. Sin embargo, las hemos cedido a empresas privadas que almacenan nuestros datos, moldean la educación con algoritmos y controlan hasta los satélites que usamos. Si el Estado-nación fue el dispositivo institucional de una sociedad analógica, ahora que vivimos también en una sociedad digital, debemos crear nuevas infraestructuras que respondan a esa realidad y que garanticen, desde lo digital, los principios democráticos fundamentales.